San Mateo 26, 14 - 27,66
Homilía Padre Luis Guillermo Robayo M.
1.-La Entrada a Jerusalén: Jesús que entra triunfante en Jerusalén, acompañado por sus discípulos y aclamado por todo el pueblo como rey y como Mesías. Pero la fiesta y la alegría de hoy pronto se convertirán en entrega, en pasión, en dolor. Jesús entra en Jerusalén para dar su vida en la cruz.
2.Jesús Aclamado como Mesías: “Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor”. Jesús es aclamado como rey y como Mesías. Reconocer a Cristo como rey significa aceptarlo como aquél que nos guía en nuestro camino, como aquél a quien debemos escuchar y al que seguimos. Reconocer a Cristo como Mesías es aceptarlo como nuestro salvador, siendo conscientes de que no podemos hacer nada sin Él, que nuestra salvación viene de Él.
3.-Un Mesías Pobre: al contemplar hoy a Cristo que entra en Jerusalén montado en un asno, pobremente, reconocemos a Dios que quiere entrar también en nuestra vida de forma sencilla. Jesús triunfante, al entrar en la ciudad santa, no entró de forma portentosa, sin pompa ni lujos. Jesús no entró en Jerusalén montado en carroza, con un séquito que le acompañase, sino que entró humildemente.
4.-Un Mesías Sufriente: podemos contemplar la pasión y muerte del Señor. Cristo, que hoy entra triunfante en Jerusalén, es el Mesías sufriente, que muere por amor, que da la vida por nosotros. Éste es el verdadero sentido de la Semana Santa que hoy empezamos: celebrar y vivir el amor de Dios manifestado en la entrega incondicional de Cristo en la Cruz. Pongamos a Cristo en el centro de nuestra vida y caminemos así hasta la Pascua de la Resurrección.
REFLEXIÓN
Año tras año el pasaje evangélico del domingo de Ramos nos relata la entrada de Jesús en Jerusalén. Junto con sus discípulos y con una multitud creciente de peregrinos, había subido desde la llanura de Galilea hacia la ciudad santa. Como peldaños de esta subida, los evangelistas nos han transmitido tres anuncios de Jesús relativos a su Pasión, aludiendo así, al mismo tiempo, a la subida interior que se estaba realizando en esa peregrinación. Jesús está en camino hacia el templo, hacia el lugar donde Dios, como dice el Deuteronomio, había querido «fijar la morada» de su nombre (cf. Dt 12, 11; 14, 23).
Por eso, al comenzar Semana Santa, le decimos: “¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!”. Sólo él, como afirma el Papa, nos salva del pecado, de la muerte, del miedo y de la tristeza. ¿Cómo lo hace? Con el poder del amor, que es el único poder capaz de hacer triunfar para siempre la verdad, la unidad, el bien, la justicia, el progreso, la paz y la vida.
Escuchando al Padre, que quiere que todos seamos por siempre felices con él, Jesús no se echó para atrás, ni siquiera cuando fue traicionado por un amigo y abandonado por los demás; cuando fue calumniado, humillado, golpeado, escupido, azotado, coronado de espinas, injustamente condenado, despojado y clavado en la cruz.
¿Y nosotros? ¿Cómo reaccionamos ante el mal, cuando lo sufrimos o cuando somos parte de él? Porque a veces somos espectadores, otras veces somos víctimas, y otras veces somos victimarios.
Velemos, oremos y sigamos su camino de amor. Así seremos libres, contribuiremos a construir juntos una familia y un mundo mejor, y alcanzaremos la altura de la vida por siempre feliz que sólo Dios puede dar.
PARA LA VIDA
Había una vez un hombre que no quería cargar con su cruz. Se quejaba continuamente a Dios porque creía que su cruz era muy pesada y muy difícil de llevar. Entonces Dios le llevó a un monte lleno de cruces de madera de todos los tamaños y formas: con nudos, lisas, grandes, astilladas, pulidas... de todo tipo. El Señor le dijo: -¿Ves todas estas cruces? Son las cruces de los hombres. Ya que no quieres cargar con la tuya, escoge la que quieras para cargarla sobre tus hombros.
El hombre fue caminando entre las cruces. Había muchísimas y no sabía cuál escoger. Probó una cruz ligera, pesaba poco, pero larga y molesta de llevar. Se colocó al cuello una cruz de obispo, un pectoral, pero era tremendamente pesada de responsabilidad y de sacrificio. Otra era lisa y simpática en apariencia, pero en cuanto se la echó encima empezó a clavársele sobre los hombros, como si estuviera cubierta de clavos.
Tomó entonces una cruz de plata que brillaba resplandeciente, pero al tenerla consigo sintió que empezaba a invadirle una sensación de congoja y soledad. Probó una y otra vez, pero cada cruz tenía algún defecto y ofrecía su propia dificultad. Y después de pasear entre todas las cruces vio una de tamaño medio, muy bien pulida y desgastada por el uso. No resultaba demasiado pesada ni dificultosa de llevar. Parecía hecha a propósito para él.
El hombre la cargó sobre sus hombros, con aire de satisfacción. Y le dijo al Señor que quería llevarse esa cruz. -¿Seguro que quieres llevarte esa y no otra? - le preguntó Dios, y el hombre respondió afirmativamente. Entonces el Señor le explicó que la cruz que acababa de escoger era precisamente su vieja cruz, aquella que había arrojado con desgana, la misma que había llevado durante toda su vida.