San Mateo 5, 38-48
"No te Dejes Vencer por el Mal, sino Vence el Mal con el Bien"
Homilía Padre Luis Guillermo Robayo M.
1.- El Amor Perfecto: es amar a todos, porque Dios, nuestro padre celestial ama a todos y “hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia a justos e injustos”. Sí, Jesús nos manda amar a todos, incluidos los enemigos, y a poner la mejilla izquierda cuando nos abofetean en la derecha. En esto, nos dice Jesús, consiste la perfección del amor, perfección a la que estamos llamados todos los discípulos de Jesús. No se trata de un amor afectivo y sensible, sino de un amor religioso, que consiste, resumiendo mucho, en querer hacer siempre el bien a los que nos ofenden y ultrajan.
2.-El Perdón: perdonar solo se logra con Dios, fuente de perdón. Tal vez las palabras más heroicas que habremos escuchado son las que Cristo pronunció en la cruz: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Es necesario perdonar porque si lo haces purificas tu mente y corazón del odio, del rencor, de las cavilaciones, del resentimiento y de todo aquello que te quema peor que si te hubieras tragado una tea. Hasta que no perdonas, no vue lves a reconciliar la paz. Perdonar no significa dejar de sentir dolor. Esto sería ir contra nuestra naturaleza.
3.-La Santidad: "Sed santos porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo" Levítico 19, 1. La santidad de los discípulos del Señor elimina la rivalidad, la agresividad, la malevolencia, el rencor, la sed de venganza, el resentimiento, cuando vemos que otro consigue lo que nosotros no hemos podido conseguir: sea estima, éxito, o prosperidad. La santidad exige sofocar la envidia, los celos, la antipatía. La santidad nos pide amar al otro como a sí mismo. Lo que no quieras para tí, no lo quieras para el otro. Lo que quieras para ti, quiérelo también para el otro.
REFLEXIÓN
En este séptimo domingo del tiempo ordinario, las lecturas bíblicas nos hablan de la voluntad de Dios de hacer partícipes a los hombres de su vida.
En la Primera Lectura ha resonado el llamamiento del Señor a su pueblo: «Sed santos, porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo» (Lv 19,2). Imitar la santidad y la perfección de Dios puede parecer una meta inalcanzable. La santidad cristiana no es en primer término un logro nuestro, sino fruto de la docilidad ―querida y cultivada― al Espíritu del Dios tres veces Santo.
La segunda lectura nos dice, Todo es vuestro, vosotros de Cristo y Cristo de Dios. En el Corazón de Cristo Jesús, que es Dios y Hombre, la misma santidad divina se ha hecho modelo y fuente para nosotros. Mira, pues, qué has de hacer en el templo de Dios. Si eligieses cometer un adulterio en la iglesia, dentro de estas paredes ¿quien habría más criminal que tú? Ahora bien, tú mismo eres templo de Dios. Cuando entras, cuando sales, cuando estás en tu casa, cuando te levantas, tú eres templo.
El Evangelio nos invita a amar a los enemigos. Jesucristo, que nos ha garantizado con su vida y su sacrificio la bondad del Padre para con nosotros, nos comunica a nosotros por su Espíritu Santo la bondad humilde y generosa para todos los hombres, incluso para quienes nos quieren mal. «Y si examinamos atentamente las palabras del Señor, aún descubrimos algo más subido que todo lo dicho. Porque no nos mandó simplemente amar a quienes nos aborrecen, sino también «rogar por ellos». ¡Mirad por cuantos escalones nos ha ido subiendo, y cómo ha terminado por colocarnos en la cúspide de la virtud!»
Actuar como Cristo aconseja que se actúe, es portarse como hijo del Padre que está en los cielos. Quien sigue este mandato, se coloca a la altura de Dios, que hace salir el sol sobre justos e injustos. La característica del cristiano, que le distingue de los publicanos y de los gentiles, es la actitud de perdón y de amor al prójimo.
PARA LA VIDA
Al entrar su país en guerra, dos amigos fueron alistados. Cayeron en manos de los enemigos y fueron encerrados en un campo de concentración durante dos años. Recibieron un mal trato. Cuando acabó la guerra fueron puestos en libertad, y tras abrazarse entrañablemente cada uno reemprendió su propia vida.
Transcurridos diez años, los dos amigos se encontraron de nuevo y se abrazaron con profundo cariño. Después uno le preguntó al otro: ¿Has olvidado ya a nuestros carceleros? No, en absoluto. Ni un día he dejado de odiarlos durante este tiempo. ¿Y tú? Yo les olvidé en el mismo momento en que nos pusieron en libertad. Así que, amigo mío, yo llevo diez años libre y tú diez años prisionero.
El odio nos daña profundamente. El odiado no se beneficia ni se perjudica: nosotros somos los más perjudicados. Por eso hay que aprender a mirar hacia adelante, a no contar las incisiones en el rifle, a romper las listas de agravios. Queridos hermanos, el cristianismo no es una religión fácil. Ser un cristiano