12° Domingo del Tiempo Ordinario, 21 de Junio 2020, Ciclo A

San Mateo 10, 26-33

"No Teman a los que Matan el Cuerpo"


Homilía Padre Luis Guillermo Robayo M. 

1.- No Tener Miedo: el miedo surge cuando nos vemos como anegados por la inmensa corriente del mal y del pecado que parece inundarlo todo. Es tan apabullante la presencia y el influjo negativo del mal en el mundo que nos da miedo, porque nos entran dudas del triunfo del bien, o sea, de Dios. Sin embargo, la fe cristiana se asienta y se funda sobre el cimiento inconmovible de la victoria de la gracia sobre el pecado, de la vida sobre la muerte. 
2.- La Fidelidad: es la confianza del que sabe que el Padre cuida de él y no le abandonará. Ponerse de parte de Cristo es, en definitiva, confesar la fe o la propia condición de creyentes sin remilgos ni complejos, sin avasallar a nadie, pero con alegría, pues al fin somos discípulos y seguidores del Salvador del mundo.
3.- La Gracia: esto significa que nosotros nacemos ciertamente en un mundo de pecado, pero sobre todo nacemos en un mundo de salvación y de gracia. Sin embargo, todos sabemos lo difícil que es aceptar la realidad del pecado propio, reconocerse pecador. El don de la gracia que nos transforma es la base de cada conversión personal y comunitaria auténtica. Y el camino que conduce a acoger este don pasa por el encuentro con la palabra de Dios y con los sacramentos de la Iglesia. 
4.- El Temor de Dios: quien teme a Dios siente en sí la seguridad que tiene el niño en los brazos de su madre (cf. Sal 131, 2): quien teme a Dios permanece tranquilo incluso en medio de las tempestades, porque Dios, como nos lo reveló Jesús, es Padre lleno de misericordia y bondad. «No hay temor en el amor —escribe el apóstol san Juan—; sino que el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor mira al castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor»
                                               REFLEXIÓN  
Se nos presenta en este domingo el drama existencial del cristiano auténtico, en su condición de testigo de Cristo con todas sus consecuencias. No es el discípulo de mejor condición que su Maestro. Él fue vaticinado como «signo de contradicción» (Lc 2,34). Por lo mismo el cristiano no puede quedar extrañado de que le surjan contradicciones y dificultades. Pero Cristo venció y el que le sigue también participa de su victoria.
En la primera lectura, Jeremías, por su fidelidad a Dios y por su misión de testigo de sus designios ante el pueblo degenerado y frívolo, fue personalmente un signo de contradicción en medio de los suyos. Figura de Cristo y de los cristianos.
El salmo de hoy es bien expresivo sobre el tema de la contradicción: «Por Ti he aguantado afrentas, la vergüenza cubrió mi rostro». Ante todo vemos en este Salmo la figura de Cristo, el Hijo de Dios, devorado por el celo de la Casa y de la causa de su Padre; muerto por nuestros pecados, insultado, abandonado de todos saciada su sed con vinagre.
En la segunda lectura, San Pablo subraya nuestra solidaridad en la condenación a fin de exaltar nuestra solidaridad en la gracia que se nos da por Jesucristo. La vida de toda la humanidad es, por lo mismo, un signo de contradicción. El pecado de origen común y la gracia redentora de Cristo luchan en el interior de cada hombre. No es posible ser indiferente.
En el Evangelio nos dice: No tengáis miedo a los que matan el cuerpo. Los auténticos discípulos de Cristo habrán de afrontar siempre la contradicción de cuantos no conocen a Cristo o positivamente lo rechazan. «No puede ser el discípulo de mejor condición que el Maestro».
El verdadero cristiano –es decir, el hombre que tiene una fe viva– encuentra su seguridad en el Padre. Si Dios cuida de los gorriones ¿cómo no va a cuidar de sus hijos? Sabe que nada malo puede pasarle. Lo que ocurre es que a veces llamamos malo a lo que en realidad no es malo. El único mal real que el hombre debe temer es el pecado, que le llevaría a una condenación eterna –«temed al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo»
PARA LA VIDA
Un alpinista, desesperado por conquistar una altísima montaña, inició su travesía después de años de preparación, pero quería la gloria solo para él, por lo tanto subió sin compañeros. Su afán por subir lo llevó a continuar cuando ya no se podía ver absolutamente nada. Todo era negro, cero visibilidad, la luna y las estrellas estaban cubiertas por las nubes.
Subiendo por un acantilado, a solo unos pocos metros de la cima, se resbaló y se desplomó por el aire. El alpinista solo podía sentir la terrible sensación de la caída en medio de la total oscuridad. En esos angustiantes momentos, le pasaron por su mente todos los episodios gratos y no tan gratos de su vida. De repente, sintió el fortísimo tirón de la larga soga que lo amarraba de la cintura a las estacas clavadas en la roca de la montaña.
En ese momento de quietud, suspendido en el aire, no le quedó más que gritar: ¡¡¡AYÚDAME DIOS MIO¡¡¡ De repente, una voz grave y profunda de los cielos le contestó:- ¿QUE QUIERES QUE HAGA? - Sálvame Dios mío, contestó - ¿CREES REALMENTE QUE YO TE PUEDA SALVAR? - Por supuesto, Señor.
- ENTONCES CORTA LA CUERDA QUE TE SOSTIENE...Entonces, el hombre reflexionó….y se aferró más aún a la cuerda.
Se dice que, días después, el equipo de rescate encontró muerto a un alpinista congelado, agarrado con fuerza a una cuerda..... A TAN SÓLO DOS METROS DEL SUELO...

Domingo Solemnidad de Corpus Christi, 14 de Junio 2020, Ciclo A


San Juan 6, 51 - 58

"Mi Carne es la Verdadera Comida, y mi Sangre, la Verdadera Bebida"


Homilía Padre Luis Guillermo Robayo M. 

1.-Presencia Real: cada vez que celebramos la Eucaristía y un sacerdote repite estas mismas palabras de Jesús sobre el pan y el vino, éstos se convierten verdaderamente en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Creemos realmente en esa presencia de Cristo resucitado en el pan de la Eucaristía. Dios está realmente ahí, en medio de nosotros, dispuesto a seguir dándonos su cuerpo entregado y a derramar su sangre por nosotros.
2,-Alimento Para El Camino: dársenos Cristo en el pan de la Eucaristía, su cuerpo es entonces para nosotros alimento del alma, alimento que nos sustenta en el caminar de nuestra vida. Como Melquisedec, rey de Salem y sacerdote del Dios Altísimo, ofreció a Abrahán pan y vino cuando éste venía de la guerra, Cristo nos ofrece a nosotros ya no un pan cualquiera que sacia nuestra hambre y fortalece nuestro cuerpo, sino que nos da su propio cuerpo que alimenta nuestro espíritu.
3.-El Gran Milagro: es el del “compartir” los dones que Dios nos ha dadoEn este milagro de la multiplicación de los panes se ven como diseñadas las tareas pastorales de la Iglesia: predicar la palabra, repartir el pan eucarístico y servir el pan a los pobres.
4.-Sacramento: La Eucaristía, sacramento de amor y de unidad, nos mueve a entregarnos como Jesús en favor de los que sufren o no tienen lo necesario para vivir una vida digna. “Hacer de nuestra vida una entrega creíble en todo momento”
REFLEXIÓN
   Celebramos otro de los misterios más hermosos e importantes de nuestra fe: la Eucaristía, el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo. Esta fiesta, instituida en el siglo XIII, nace como un modo de recordarnos el admirable misterio de la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Aunque esta fiesta corresponde celebrarla el jueves, recordando el jueves santo, día en que se instituyó la Eucaristía, sin embargo, para favorecer que podamos participar en esta celebración, la Iglesia ha trasladado esta fiesta a domingo.
   Hoy nos reunimos para tomar parte en una liturgia del camino. La Eucaristía que celebramos debe convertirse en el camino que la Iglesia que está en Roma ha de recorrer día a día, tal como lo ha recorrido desde los tiempos de los apóstoles. Este camino constituye el recuerdo de todos los caminos por los que Dios conducía a su pueblo en el desierto. «Que tu corazón no se engría de forma que olvides al Señor tu Dios que te sacó del país de Egipto... Te hizo pasar hambre, te dio a comer él maná que ni tú ni tus padres habíais conocido, para mostrarte que no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca del Señor» (Dt 8, 14. 3
   La procesión del Corpus Christi, nuestra liturgia del camino, debe ser un recuerdo de esos caminos. Esos cuarenta años de viaje por el desierto hicieron que aquellos caminos quedaran vinculados al recuerdo del maná, el alimento que Dios enviaba cada día a los hijos e hijas de Israel. La comida y la bebida son indispensables para el hombre en todos los caminos de su existencia terrena.
   Por medio de nosotros Cristo repite a nuestra generación: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día» (Jn 6, 54).
PARA LA VIDA
   Un campesino estaba haciendo un pozo en su campo. Cuando llevaba horas cavando, encontró un cofre enterrado. Lo sacó de allí y al abrirlo, vio lo que nunca había visto en su vida: un fabuloso tesoro, lleno de diamantes, monedas de oro y joyas bellísimas. Pasado el primer momento, el campesino se quedó mirando y al cofre y pensó que todo aquello era un regalo de Dios que él no merecía. Él era un simple campesino que vivía feliz trabajando la tierra. 
   Seguramente habría habido alguna equivocación, por lo que tomó el camino que conducía a la casa donde vivía Dios para devolvérselo. Mientras caminaba, encontró a una mujer llorando al borde del camino. Sus hijos no tenían nada para comer. El campesino tuvo compasión de ella y, pensando que a Dios no le importaría, abrió el cofre y le dio un puñado de diamantes y monedas de oro. Más adelante vio un carro parado en el camino. 
   El caballo que tiraba de él había muerto. El dueño estaba desesperado, porque su caballo era lo único que tenía para trabajar y vivir. El campesino abrió su cofre de nuevo y le dio lo suficiente para comprar un nuevo caballo. Al anochecer llegó a una aldea donde un incendio había arrasado todas las casas. Los habitantes de la aldea dormían en la calle. El campesino pasó la noche con ellos y al día siguiente les dio lo suficiente para que reconstruyeran la aldea. 
   Y así iba recorriendo el camino aquel campesino. Siempre se cruzaba con alguien que tenía algún problema. Fueron tantos que, cuando le faltaba poco para llegar a la casa de Dios, sólo le quedaba un diamante. Era lo único que le había quedado para devolverle a Dios. Aunque poco le duró, porque cayó enfermo de unas fiebres, y una familia lo recogió para cuidarlo. En agradecimiento, les dio el diamante que le quedaba. 
   Cuando llegó a la casa de Dios, éste salió a recibirle. Y antes de que el campesino pudiera explicarle todo lo ocurrido, Dios le dijo: Menos mal que has venido amigo. Fui a tu casa para decirte una cosa, pero no te encontré. Mira, en tu campo hay enterrado un tesoro. Por favor, encuéntralo y repártelo entre todos los que lo necesiten.

Domingo Solemnidad de La Santísima Trinidad, 7 de Junio 2020, Ciclo A

San Juan 3, 16 - 18

"En el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo"


Homilía Padre Luis Guillermo Robayo M. 

1.-Dios se Revela: se nos revela como Trinidad, como una comunidad de personas. Dios no es un ser solitario, sino que es comunión de personas. Por eso podemos decir que Dios es amor. La teología nos enseña que la Trinidad es una comunidad de amor en la que Dios Padre es el que ama, el Hijo es el amado, y el Espíritu Santo es el amor mismo.
2.-Dios Padre: el que creó el mundo, el que escogió al pueblo de Israel en Abrahán, el que hizo la alianza con su pueblo en el Sinaí, y el que constantemente estuvo al lado de su pueblo Israel. 
3.-Dios Hijo: Jesucristo, la Palabra eterna de Dios, que desde antes de la creación del mundo estaba junto a Dios, y que por medio de ella fue creado todo, que en la plenitud de los tiempos se hizo carne, bajó a la tierra y vivió como uno más de nosotros, que murió por nosotros en la cruz, que resucitó al tercer día y que subió a los cielos, y ahora está sentado a la derecha del Padre. 
4.-Dios Espíritu Santo: el espíritu mismo de Dios, que ya se cernía sobre las aguas en la creación del mundo, que habló por medio de los profetas, el que llenó a María en el momento de la Encarnación, el que descendió sobre Jesús en su Bautismo, el espíritu que Jesús entregó al Padre en la cruz y que después, una vez resucitado, exhaló sobre los discípulos, y finalmente el que envió el Padre junto con el Hijo desde el cielo el día de Pentecostés, el que da fuerza a la Iglesia, el que recibimos el día de nuestro bautismo y el que nos hace llamar a Dios Padre. Es un misterio que no comprendemos, pero hoy Dios se nos revela Trinidad. 
REFLEXIÓN
   Hoy la liturgia celebra la solemnidad de la santísima Trinidad, para destacar que a la luz del misterio pascual se revela plenamente el centro del cosmos y de la historia: Dios mismo, Amor eterno e infinito. Toda la revelación se resume en estas palabras: «Dios es amor» (1 Jn 4, 8. 16); y el amor es siempre un misterio, una realidad que supera la razón, sin contradecirla, sino más bien exaltando sus potencialidades. Jesús nos ha revelado el misterio de Dios: él, el Hijo, nos ha dado a conocer al Padre que está en los cielos, y nos ha donado el Espíritu Santo, el Amor del Padre y del Hijo.
   En la primera lectura (cf. Ex 34, 4-9) escuchamos un texto bíblico que nos presenta la revelación del nombre de Dios. Es Dios mismo, el Eterno, el Invisible, quien lo proclama, pasando ante Moisés en la nube, en el monte Sinaí. Y su nombre es: «El Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en gracia y fidelidad» (Ex 34, 6). 
   San Juan, en el Nuevo Testamento, resume esta expresión en una sola palabra: «Amor» (1 Jn 4, 8. 16). Lo atestigua también el pasaje evangélico de hoy: «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único» (Jn 3, 16). En el mundo reina el mal, el egoísmo, la maldad, y Dios podría venir para juzgar a este mundo, para destruir el mal, para castigar a aquellos que obran en las tinieblas. En cambio, muestra que ama al mundo, que ama al hombre, no obstante su pecado, y envía lo más valioso que tiene: su Hijo unigénito. Y no sólo lo envía, sino que lo dona al mundo. Jesús es el Hijo de Dios que nació por nosotros, que vivió por nosotros, que curó a los enfermos, perdonó los pecados y acogió a todos.
   Respondiendo al amor que viene del Padre, el Hijo dio su propia vida por nosotros: en la cruz el amor misericordioso de Dios alcanza el culmen. Y es en la cruz donde el Hijo de Dios nos obtiene la participación en la vida eterna, que se nos comunica con el don del Espíritu Santo. Así, en el misterio de la cruz están presentes las tres Personas divinas: el Padre, que dona a su Hijo unigénito para la salvación del mundo; el Hijo, que cumple hasta el fondo el designio del Padre; y el Espíritu Santo —derramado por Jesús en el momento de la muerte— que viene a hacernos partícipes de la vida divina, a transformar nuestra existencia, para que esté animada por el amor divino.
PARA LA VIDA
   Un príncipe oriental, para dar una lección a sus súbditos sobre la búsqueda de Dios, hizo reunir un día a muchos ciegos. Después ordenó que se les mostrase el mayor de los elefantes sin decirles qué animal tenían delante. Cada ciego se acercó al elefante y le tocaron en diversas partes del cuerpo. Al final el príncipe preguntó qué había palpado cada uno. El que había tocado las piernas dijo que era un tronco arrugado de un árbol. El que había tocado la trompa, una gruesa rama nudosa. El que había tocado la cola, una serpiente desconocida. Un muro, dijo el que había tocado el vientre. Una pequeña colina, el que había tocado el lomo. Como no se ponían de acuerdo entre ellos, comenzaron a discutir. El príncipe interrumpió la discusión:
- Esta pequeña muestra os hace ver cómo de las grandes cosas conocemos muy poco, y de Dios casi nada, porque es un Misterio tan grande y tan profundo que nunca podremos abarcarlo todo.
   La Trinidad nos enseña que es posible la diferencia (Padre, Hijo y Espíritu Santo) y la comunión (Un solo Dios). Para qué tantas disquisiciones teológicas si es algo tan sencillo: que Dios es Amor, que el ser humano está llamado a vivir ese Amor y que la familia, la Iglesia y la sociedad, si quieren ser reflejo de esa Trinidad, debe vivir en el Amor. Tremendo compromiso al que estamos llamados hoy los que nos llamamos cristianos: ser reflejos del Amor trinitario de Dios.

Domingo Solemnidad de Pentecostés, 31 de Mayo 2020, Ciclo A

San Juan 20, 19-23

"¿Como el Padre me ha Enviado, así También os Envío Yo; Recibid el Espíritu Santo"


Homilía Padre Luis Guillermo Robayo M. 

1.-El Espíritu Santo: es luz, “divina luz”, que ilumina la conciencia, oscurecida y a veces deformada por el pecado. Dios es luz, claridad infinita; el pecado es tiniebla, oscuridad. El Espíritu Santo es ante todo Espíritu Creador. El Espíritu Santo es Aquel que nos hace reconocer en Cristo al Señor, y nos hace pronunciar la profesión de fe de la Iglesia: «Jesús es el Señor» (cf. 1 Co 12, 3b). 
2.-El Perdón: es el don por excelencia, es el amor más grande, el que mantiene unidos a pesar de todo, que evita el colapso, que refuerza y fortalece. El perdón libera el corazón y le permite recomenzar: el perdón da esperanza, sin perdón no se construye la Iglesia. Ciertamente, debe ser un perdón eficaz. Pero este perdón sólo puede dárnoslo el Señor. 
3.-La Iglesia: que habla las lenguas de todos los pueblos. De ella nacerán luego otras comunidades en todas las partes del mundo, Iglesias particulares que son todas y siempre actuaciones de una sola y única Iglesia de Cristo. Por tanto, la Iglesia católica no es una federación de Iglesias, sino una única realidad: la prioridad ontológica corresponde a la Iglesia universal. Una comunidad que no fuera católica en este sentido, ni siquiera sería Iglesia.
4.-La Paz: fruto del sacrificio de Jesús. No es un simple saludo; es mucho más: es el don de la paz prometida (cf. Jn 14, 27) y conquistada por Jesús al precio de su sangre; es el fruto de su victoria en la lucha contra el espíritu del mal. Así pues, es una paz «no como la da el mundo», sino como sólo Dios puede darla. La Iglesia presta su servicio a la paz de Cristo sobre todo con su presencia y su acción ordinaria en medio de los hombres, con la predicación del Evangelio y con los signos de amor y de misericordia que la acompañan.

REFLEXIÓN 

   La fiesta de Pentecostés, que hoy estamos celebrando, se consideró, en algunos tiempos, como la segunda Pascua. Aunque no haya que compararla con la Pascua -la fiesta más importante para los católicos-, es verdad que forma una unidad con ella, en cuanto que es la conclusión de la cincuentena pascual: a los cuarenta días subió Jesús a los cielos y, diez días después, vino el Espíritu Santo.
La primera lectura y el evangelio del domingo de Pentecostés nos presentan dos grandes imágenes de la misión del Espíritu Santo. La lectura de los Hechos de los Apóstoles narra cómo el Espíritu Santo, el día de Pentecostés, bajo los signos de un viento impetuoso y del fuego, irrumpe en la comunidad orante de los discípulos de Jesús y así da origen a la Iglesia.
El viento y el fuego del Espíritu Santo deben abrir sin cesar las fronteras que los hombres seguimos levantando entre nosotros; debemos pasar siempre nuevamente de Babel, de encerrarnos en nosotros mismos, a Pentecostés.
La segunda imagen del envío del Espíritu Santo, que encontramos en el evangelio, es mucho más discreta. Pero precisamente así permite percibir toda la grandeza del acontecimiento de Pentecostés. El Señor resucitado, a través de las puertas cerradas, entra en el lugar donde se encontraban los discípulos y los saluda dos veces diciendo: «La paz con vosotros».
Al saludo de paz del Señor siguen dos gestos decisivos para Pentecostés; el Señor quiere que su misión continúe en los discípulos: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21). Después de lo cual, sopla sobre ellos y dice: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 23). El Señor sopla sobre sus discípulos, y así les da el Espíritu Santo, su Espíritu. El soplo de Jesús es el Espíritu Santo.

PARA LA VIDA 
   Nos cuenta una antigua leyenda hindú que en un tiempo todos los hombres que vivían sobre la tierra eran dioses, pero como el hombre pecó tanto, Brahma, el dios supremo, decidió castigarlo, privándolo del aliento divino que había en su interior y esconderlo en donde jamás pudiera encontrarlo y emplearlo nuevamente para el mal. - “Lo esconderemos en lo profundo de la tierra”, dijeron los otros dioses.
 - “No”, dijo Brama, “porque el hombre cavará profundamente en la tierra y lo encontrará. - “Entonces, lo sumergiremos en el fondo de los océanos”, dijeron otros. - “Tampoco”, dijo Brama, “porque el hombre aprenderá a sumergirse en el océano y también allí lo encontrará. - “Escondámoslo en la montaña más alta, dijeron entonces. - “No”, dijo Brama, “porque un día el hombre subirá a todas las montañas de la tierra y capturará de nuevo su aliento divino. - “Entonces no sabemos dónde esconderlo ni tampoco sabemos de un lugar en donde el hombre no pueda encontrarlo”, dijeron los dioses menores. - Y dijo Brama: “Escandalo dentro del hombre mismo; jamás pensará en buscarlo allí”.  
   Y así lo hicieron. Oculto en el interior de cada ser humano hay Algo de divino. Y desde entonces el hombre ha recorrido la tierra, ha bajado a los océanos, ha subido a las montañas buscando esa cualidad que lo hace semejante a Dios y que todo el tiempo, sin muchas veces saberlo, ha llevado en su interior. En el Espíritu de Dios, toda la humanidad es una sola, todos somos constituidos hijos del mismo Padre. La Iglesia se hace católica, universal, abraza a todos, todos pueden entrar en ella.