San Juan 6, 51 - 58
Homilía Padre Luis Guillermo Robayo M.
1.-Presencia Real: cada vez que celebramos la Eucaristía y un sacerdote repite estas mismas palabras de Jesús sobre el pan y el vino, éstos se convierten verdaderamente en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Creemos realmente en esa presencia de Cristo resucitado en el pan de la Eucaristía. Dios está realmente ahí, en medio de nosotros, dispuesto a seguir dándonos su cuerpo entregado y a derramar su sangre por nosotros.
2,-Alimento Para El Camino: dársenos Cristo en el pan de la Eucaristía, su cuerpo es entonces para nosotros alimento del alma, alimento que nos sustenta en el caminar de nuestra vida. Como Melquisedec, rey de Salem y sacerdote del Dios Altísimo, ofreció a Abrahán pan y vino cuando éste venía de la guerra, Cristo nos ofrece a nosotros ya no un pan cualquiera que sacia nuestra hambre y fortalece nuestro cuerpo, sino que nos da su propio cuerpo que alimenta nuestro espíritu.
3.-El Gran Milagro: es el del “compartir” los dones que Dios nos ha dado. En este milagro de la multiplicación de los panes se ven como diseñadas las tareas pastorales de la Iglesia: predicar la palabra, repartir el pan eucarístico y servir el pan a los pobres.
4.-Sacramento: La Eucaristía, sacramento de amor y de unidad, nos mueve a entregarnos como Jesús en favor de los que sufren o no tienen lo necesario para vivir una vida digna. “Hacer de nuestra vida una entrega creíble en todo momento”
REFLEXIÓN
Celebramos otro de los misterios más hermosos e importantes de nuestra fe: la Eucaristía, el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo. Esta fiesta, instituida en el siglo XIII, nace como un modo de recordarnos el admirable misterio de la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Aunque esta fiesta corresponde celebrarla el jueves, recordando el jueves santo, día en que se instituyó la Eucaristía, sin embargo, para favorecer que podamos participar en esta celebración, la Iglesia ha trasladado esta fiesta a domingo.
Hoy nos reunimos para tomar parte en una liturgia del camino. La Eucaristía que celebramos debe convertirse en el camino que la Iglesia que está en Roma ha de recorrer día a día, tal como lo ha recorrido desde los tiempos de los apóstoles. Este camino constituye el recuerdo de todos los caminos por los que Dios conducía a su pueblo en el desierto. «Que tu corazón no se engría de forma que olvides al Señor tu Dios que te sacó del país de Egipto... Te hizo pasar hambre, te dio a comer él maná que ni tú ni tus padres habíais conocido, para mostrarte que no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca del Señor» (Dt 8, 14. 3
La procesión del Corpus Christi, nuestra liturgia del camino, debe ser un recuerdo de esos caminos. Esos cuarenta años de viaje por el desierto hicieron que aquellos caminos quedaran vinculados al recuerdo del maná, el alimento que Dios enviaba cada día a los hijos e hijas de Israel. La comida y la bebida son indispensables para el hombre en todos los caminos de su existencia terrena.
Por medio de nosotros Cristo repite a nuestra generación: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día» (Jn 6, 54).
PARA LA VIDA
Un campesino estaba haciendo un pozo en su campo. Cuando llevaba horas cavando, encontró un cofre enterrado. Lo sacó de allí y al abrirlo, vio lo que nunca había visto en su vida: un fabuloso tesoro, lleno de diamantes, monedas de oro y joyas bellísimas. Pasado el primer momento, el campesino se quedó mirando y al cofre y pensó que todo aquello era un regalo de Dios que él no merecía. Él era un simple campesino que vivía feliz trabajando la tierra.
Seguramente habría habido alguna equivocación, por lo que tomó el camino que conducía a la casa donde vivía Dios para devolvérselo. Mientras caminaba, encontró a una mujer llorando al borde del camino. Sus hijos no tenían nada para comer. El campesino tuvo compasión de ella y, pensando que a Dios no le importaría, abrió el cofre y le dio un puñado de diamantes y monedas de oro. Más adelante vio un carro parado en el camino.
El caballo que tiraba de él había muerto. El dueño estaba desesperado, porque su caballo era lo único que tenía para trabajar y vivir. El campesino abrió su cofre de nuevo y le dio lo suficiente para comprar un nuevo caballo. Al anochecer llegó a una aldea donde un incendio había arrasado todas las casas. Los habitantes de la aldea dormían en la calle. El campesino pasó la noche con ellos y al día siguiente les dio lo suficiente para que reconstruyeran la aldea.
Y así iba recorriendo el camino aquel campesino. Siempre se cruzaba con alguien que tenía algún problema. Fueron tantos que, cuando le faltaba poco para llegar a la casa de Dios, sólo le quedaba un diamante. Era lo único que le había quedado para devolverle a Dios. Aunque poco le duró, porque cayó enfermo de unas fiebres, y una familia lo recogió para cuidarlo. En agradecimiento, les dio el diamante que le quedaba.
Cuando llegó a la casa de Dios, éste salió a recibirle. Y antes de que el campesino pudiera explicarle todo lo ocurrido, Dios le dijo: Menos mal que has venido amigo. Fui a tu casa para decirte una cosa, pero no te encontré. Mira, en tu campo hay enterrado un tesoro. Por favor, encuéntralo y repártelo entre todos los que lo necesiten.