San Juan 3, 14 - 21
1.-Las Falsas Seguridades: hoy día puede pasarnos a nosotros lo mismo, al pensar que somos “cumplidores” del precepto dominical y de otras normas. Podemos creer, como decía aquella ilustración de Mingote, que “al cielo iremos los de siempre”.
2.- La Gracia: El amor, que se revela mediante la cruz, es precisamente la gracia. En ella se desvela el más profundo rostro de Dios. ¡La gracia es un don que compromete! ¡El don de Dios vivo, que compromete al hombre para la vida nueva! Y precisamente en esto consiste ese juicio del que habla también Cristo a Nicodemo: la cruz salva y, al mismo tiempo, juzga. Juzga diversamente. Juzga más profundamente. «Porque todo el que obra el mal, aborrece la luz»...
3.- La Cruz: es preciso que nosotros reunidos en esta estación cuaresmal de la cruz de Cristo, nos hagamos estas preguntas fundamentales, que fluyen de la cruz hacia nosotros. ¿Qué hemos hecho y qué hacemos para conocer mejor a Dios? Este Dios que nos ha revelado Cristo. ¿Quién es El para nosotros? ¿Qué lugar ocupa en nuestra conciencia, en nuestra vida?
4.-La Alegría: surge espontáneamente la pregunta: pero ¿cuál es el motivo por el que debemos alegrarnos? Desde luego, un motivo es la cercanía de la Pascua, cuya previsión nos hace gustar anticipadamente la alegría del encuentro con Cristo resucitado. Pero la razón más profunda está en el mensaje de las lecturas bíblicas que la liturgia nos propone hoy y que acabamos de escuchar. Nos recuerdan que, a pesar de nuestra indignidad, somos los destinatarios de la misericordia infinita de Dios. Dios nos ama de un modo que podríamos llamar "obstinado", y nos envuelve con su inagotable ternura.
5.-El Amor: "Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna" (Jn 3, 16). Sabemos que esa "entrega" por parte del Padre tuvo un desenlace dramático: llegó hasta el sacrificio de su Hijo en la cruz. Si toda la misión histórica de Jesús es signo elocuente del amor de Dios, lo es de modo muy singular su muerte, en la que se manifestó plenamente la ternura redentora de Dios.
REFLEXIÓN
La liturgia dominical de hoy comienza con la palabra: Laetare: "¡Alégrate!", es decir, con la invitación a la alegría espiritual. A mitad de nuestro camino cuaresmal, en este cuarto domingo de Cuaresma, se nos invita a meditar sobre un tema que está en el centro del anuncio cristiano, es decir, el gran amor que Dios siente por la humanidad. En el evangelio de hoy leemos: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna» (Jn3, 16).
En la primera lectura de las Crónicas 36, 14 - 16 . 19 - 23: La ira y la misericordia del Señor se manifestaron en el exilio y en la liberación del pueblo. El final del segundo libro de las Crónicas contiene una meditación profunda de la historia del pueblo de Israel que, con su rebeldía y pecados, provoca el castigo divino. El Señor abate su soberbia y luego le regenera por la misericordia.
En la segunda lectura a los Efesios 2,4 -10: Muertos por el pecado, por pura gracia estáis salvados. El misterio de la Cruz, signo definitivo de la salvación, es también una prueba amorosa de amor salvífico del Padre sobre nosotros.
En el Evangelio, Juan 3, 14 - 21: Dios mandó a su Hijo para que el mundo se salve por Él. Como hijos de las tinieblas, todos los hombres éramos seres mordidos por el pecado para la muerte y la condenación. Por el misterio de la Cruz el Padre nos regenera de nuevo para la luz y la vida de hijos.
La Cruz de Cristo es la prueba suprema de la misericordia y del amor de Dios por nosotros: Jesús nos amó «hasta el extremo» (Jn 13, 1), es decir, no sólo hasta el último instante de su vida terrena, sino hasta el límite extremo del amor. Si en la creación el Padre nos dio la prueba de su inmenso amor dándonos la vida, en la pasión y en la muerte de su Hijo nos dio la prueba de las pruebas: vino a sufrir y morir por nosotros. Así de grande es la misericordia de Dios: Él nos ama, nos perdona; Dios perdona todo y Dios perdona siempre.
PARA LA VIDA
Había una vez un hombre cuyo único pensamiento era tener oro, hacerse con todo el oro posible del mundo. Era un pensamiento obsesivo que le roía el cerebro y el corazón. No era capaz de pensar en otra cosa, ni de concebir ningún otro pensamiento, desear o querer ninguna otra cosa que no fuera el oro. Cuando paseaba por las calles de la ciudad contemplando escaparates, sólo veía las joyerías o platerías. No se daba cuenta ni de la gente que pasaba ni tenía ojos para contemplar las obras de arte, el cielo azul o la maravilla de los jardines en primavera.
Sólo veía oro, oro, oro. Un día no pudo resistir más: entró corriendo en una joyería y empezó a llenarse los bolsillos de collares, perlas, pulseras, sortijas y prendedores de oro. Naturalmente, cuando se disponía a salir del comercio fue detenido en el acto por los vigilantes del negocio. Los policías le preguntaron: - Pero, ¿cómo podrías pensar que te ibas a salir con la tuya y escapar sí por las buenas con todo el botín? La tienda estaba llena de gente y los vigilantes te estaban observando. - ¿Posible? – dijo el hombre sorprendido – No tenía ni la más mínima idea de que había gente en la tienda. Yo sólo veía el oro.
Nuestra misión es dura: decir a los hombres y mujeres de nuestro tiempo que lo que viven no es la auténtica Felicidad, que van ciegos por la vida fijándose y valorando lo que es vacío y caduco, que algo más que contemplar en la vida, como nos dice el cuento, la bondad, la amistad, la familia, la fe, los que nos necesitan, y que esa Felicidad está sólo en Cristo y en el Evangelio del Amor..