2° Domingo de Cuaresma, 28 Febrero de 2021, Ciclo B

 San Marcos 1, 40- 45

"Este Es Mi Hijo, el Amado"

Homilía Padre Luis Guillermo Robayo M. 

1.- La Transfiguración: esa extraordinaria manifestación de la filiación divina de Jesús. Es la revelación de la gloria, que precede la prueba suprema de la cruz y anticipa la victoria de la resurrección. debemos ponernos a la escucha de Jesús. Él nos revela al Padre, porque, como Hijo eterno, es «imagen de Dios invisible» (Col 1, 15).

2.- El Sacrificio: el sacrificio de Isaac anticipa el de Cristo: el Padre no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó para la salvación del mundo. Él, que detuvo el brazo de Abraham en el momento en que estaba a punto de inmolar a Isaac, no dudó en sacrificar a su propio Hijo por nuestra redención. De ese modo, el sacrifico de Abraham pone de relieve que nunca y en ningún lugar se deben realizar sacrificios humanos, porque el único sacrificio verdadero y perfecto es el del Hijo unigénito y eterno de Dios vivo.

3.-El Camino: La Cuaresma es un camino de subida. Es una invitación a redescubrir el silencio pacificador y regenerador de la meditación. Se trata de un esfuerzo de purificación del corazón, para liberarlo del pecado que pesa sobre él. Ciertamente se trata de un camino arduo, pero que orienta hacia una meta rica en belleza, esplendor y alegría.

4.- Cristo: es el Hijo amado del Padre. Es, sobre todo, la palabra "amado" la que, respondiendo a nuestros interrogantes, descorre en cierto modo el velo que oculta el misterio de la paternidad divina. En efecto, nos da a conocer el amor infinito del Padre al Hijo y, al mismo tiempo, nos revela su "pasión" por el hombre, por cuya salvación no duda en entregar a este Hijo tan amado. 

5.- La Fe: en efecto, la existencia humana es un camino de fe y, como tal, transcurre más en la penumbra que a plena luz, con momentos de oscuridad e, incluso, de tinieblas. Mientras estamos aquí, nuestra relación con Dios se realiza más en la escucha que en la visión; y la misma contemplación se realiza, por decirlo así, con los ojos cerrados, gracias a la luz interior encendida en nosotros por la palabra de Dios.

 REFLEXIÓN 

   El Segundo Domingo nos lleva a contemplar a Jesús transfigurado (Mc 9,2-9). Tras el doloroso y desconcertante primer anuncio de la pasión y la llamada de Jesús a seguirle por el camino de la cruz (8,31-38), se hace necesario alentar a los discípulos abatidos. Además de que la ley y los profetas –personificados en Moisés y Elías– manifiestan a Jesús como aquel en quien hallan su cumplimiento, es Dios mismo –simbolizado en la nube– quien le proclama su Hijo amado.

   La primera lectura nos refiere el episodio en el que Dios pone a prueba a Abrahán (cf. Gn 22, 1-18). Abrahán tenía un hijo único, Isaac, que le nació en la vejez. Era el hijo de la promesa, el hijo que debería llevar luego la salvación también a los pueblos. Dios no quiere la muerte, sino la vida; el verdadero sacrificio no da muerte, sino que es la vida, y la obediencia de Abrahán se convierte en fuente de una inmensa bendición hasta hoy. Dejemos esto, pero podemos meditar este misterio.

   En la segunda lectura, san Pablo afirma que Dios mismo realizó un sacrificio: nos dio a su propio Hijo, lo donó en la cruz para vencer el pecado y la muerte, para vencer al maligno y para superar toda la malicia que existe en el mundo. 

   Por último, el Evangelio nos habla del episodio de la Transfiguración (cf. Mc 9, 2-10): Jesús se manifiesta en su gloria antes del sacrificio de la cruz y Dios Padre lo proclama su Hijo predilecto, el amado, e invita a los discípulos a escucharlo. Jesús sube a un monte alto y toma consigo a tres apóstoles —Pedro, Santiago y Juan—, que estarán especialmente cercanos a él en la agonía extrema, en otro monte, el de los Olivos. La transfiguración es un momento anticipado de luz que nos ayuda también a nosotros a contemplar la pasión de Jesús con una mirada de fe. La pasión de Jesús es un misterio de sufrimiento, pero también es la «bienaventurada pasión». Tenemos necesidad de ella en nuestro camino diario, a menudo marcado también por la oscuridad del mal. 

 PARA LA VIDA 

   Un día un el discípulo de un gran maestro le preguntó: -¿Cómo puedo encontrar a Dios?. Y el maestro le contestó: - Debes quererlo. El discípulo de dijo: - Pero yo lo estoy deseando con todo el corazón. Entonces, ¿por qué no lo encuentro? Un día, el maestro se estaba bañando en el río con el discípulo. Sumergió la cabeza del joven bajo el agua y allí la sujetaba mientras el pobrecillo discípulo pataleaba desesperadamente para librarse. 

  Al día siguiente, el maestro inició la conversación: - ¿Por qué te agitabas tanto ayer cuando te sujetaba la cabeza bajo el agua? - Porque buscaba ansiosamente aire para respirar - contestó el discípulo. - Pues entonces, cuando te decidas a buscar a Dios de verdad tan ansiosamente como buscabas el aire para respirar, entonces seguro que lo encontrarás”.  Los discípulos también tuvieron la tentación de quedarse colgados de aquella experiencia y pretendieron construir tres tiendas para no bajar al valle de la vida cotidiana y real. 

   Jesús los tuvo que enviar de nuevo a bajar. La oración, el encuentro gozoso con el Señor, no es para quedarse en ella, sino para llevarla a la vida, o más bien, para que nuestra vida, la que vivimos cada día, sea en verdad oración. Así nuestra vida rutinaria se coloreará de luz, saldrá de su monotonía y de su encerramiento materialista, y la proyectará hacia las estrellas. Así surgirá ese deseo de Dios del que nos habla el cuento y necesitaremos del Él como del oxígeno para respirar. Y eso se notará en la vida, porque nuestro rostro y nuestra vida también quedarán transfigurados, transformados, resplandecientes, luminosos como el de Cristo.