- El Amor: donde hay amor total a Dios hay amor concreto a los hermanos necesitados; es más, cuanto mayor sea nuestro amor a Dios más amaremos al prójimo. Podemos decir esto mismo de otra manera: el amar a Dios se torna en amor sin límites a los hermanos, y no podemos amar a este Padre sino amando lo que Él ama. Si Dios ama a los hombres como a hijos y criaturas suyas, quien ama de verdad a Dios no puede olvidar a los que Dios ama.
- El Prójimo: debe ser tratado como a mí me gustaría que me tratasen. Y tan importante es el que está a mi lado, como lo soy yo, por eso debo cuidar de él y sentirme responsable de su ser. Amar al prójimo como a uno mismo es la consecuencia del amor a Dios; el que ama a Dios ama al hermano, y se ama a sí mismo; no se puede decir que amamos a Dios y no amamos a los hermanos: sería mentira e hipocresía.
- La Misión: el Evangelio nos recuerda el mandato misionero que Cristo confía a toda la Iglesia hacer que todos los pueblos se conviertan en sus discípulos misioneros. Cada cristiano y cada comunidad cristiana tienen la obligación de anunciar a Jesucristo con su vida, con sus palabras y con sus obras. El Evangelio no es un bien exclusivo de quien lo ha recibido, sino que es un don que hay que compartir con los más alejados.
“Amar a Dios y al prójimo”
El mandamiento del amor a Dios, aunque es el primero y principal, es, sin embargo, semejante al segundo que nos manda amar al prójimo como a uno mismo.
Uno y otro constituyen el resumen y la tarea de toda la vida cristiana, o como nos ha dicho Jesús: la Ley y la revelación se fundamentan en el amor, y a la luz del amor alcanzan todo su sentido.
Si antes hemos dicho que no se puede confundir el amor a Dios con el amor al prójimo, ahora tenemos que añadir que no se pueden separar estos dos amores, pues, como nos advierte san Juan, ‘quien dice que ama a Dios, a quien no ve, y no ama a su hermano a quien ve, es un mentiroso y el amor de Dios no está en él’.
PARA LA VIDA
Érase una vez un rey que no tenía hijos para sucederle y puso un gran anuncio en los periódicos invitando a los jóvenes a solicitar la adopción en su familia. Sólo se requerían dos condiciones: amar a Dios y amar al prójimo.
Un muchacho campesino quería, pero no se atrevía a presentarse porque iba cubierto de harapos. Se puso a trabajar, hizo dinero, compró ropa nueva y se puso en camino para intentar ser adoptado por la familia del rey.
Cuando ya estaba llegando al palacio, se encontró con un mendigo que tiritaba de frío. El joven campesino se conmovió y le dio su ropa nueva. Vestido de harapos, le parecía inútil continuar pero decidió terminar el viaje y llegar al palacio.
Llegó y todos los empleados se burlaban de él. Finalmente fue admitido a la presencia del rey. Cuál no fue su sorpresa cuando vio que el rey era el mendigo del camino y que vestía las ropas que le había regalado. El rey bajó de su trono, abrazó al joven y le dijo: “Bienvenido, hijo mío”.