San Juan 20, 19-23
Homilía Padre Luis Guillermo Robayo M.
1.-El Espíritu Santo: es luz, “divina luz”, que ilumina la conciencia, oscurecida y a veces deformada por el pecado. Dios es luz, claridad infinita; el pecado es tiniebla, oscuridad. El Espíritu Santo es ante todo Espíritu Creador. El Espíritu Santo es Aquel que nos hace reconocer en Cristo al Señor, y nos hace pronunciar la profesión de fe de la Iglesia: «Jesús es el Señor» (cf. 1 Co 12, 3b).
2.-El Perdón: es el don por excelencia, es el amor más grande, el que mantiene unidos a pesar de todo, que evita el colapso, que refuerza y fortalece. El perdón libera el corazón y le permite recomenzar: el perdón da esperanza, sin perdón no se construye la Iglesia. Ciertamente, debe ser un perdón eficaz. Pero este perdón sólo puede dárnoslo el Señor.
3.-La Iglesia: que habla las lenguas de todos los pueblos. De ella nacerán luego otras comunidades en todas las partes del mundo, Iglesias particulares que son todas y siempre actuaciones de una sola y única Iglesia de Cristo. Por tanto, la Iglesia católica no es una federación de Iglesias, sino una única realidad: la prioridad ontológica corresponde a la Iglesia universal. Una comunidad que no fuera católica en este sentido, ni siquiera sería Iglesia.
4.-La Paz: fruto del sacrificio de Jesús. No es un simple saludo; es mucho más: es el don de la paz prometida (cf. Jn 14, 27) y conquistada por Jesús al precio de su sangre; es el fruto de su victoria en la lucha contra el espíritu del mal. Así pues, es una paz «no como la da el mundo», sino como sólo Dios puede darla. La Iglesia presta su servicio a la paz de Cristo sobre todo con su presencia y su acción ordinaria en medio de los hombres, con la predicación del Evangelio y con los signos de amor y de misericordia que la acompañan.
REFLEXIÓN
La fiesta de Pentecostés, que hoy estamos celebrando, se consideró, en algunos tiempos, como la segunda Pascua. Aunque no haya que compararla con la Pascua -la fiesta más importante para los católicos-, es verdad que forma una unidad con ella, en cuanto que es la conclusión de la cincuentena pascual: a los cuarenta días subió Jesús a los cielos y, diez días después, vino el Espíritu Santo.
La primera lectura y el evangelio del domingo de Pentecostés nos presentan dos grandes imágenes de la misión del Espíritu Santo. La lectura de los Hechos de los Apóstoles narra cómo el Espíritu Santo, el día de Pentecostés, bajo los signos de un viento impetuoso y del fuego, irrumpe en la comunidad orante de los discípulos de Jesús y así da origen a la Iglesia.
El viento y el fuego del Espíritu Santo deben abrir sin cesar las fronteras que los hombres seguimos levantando entre nosotros; debemos pasar siempre nuevamente de Babel, de encerrarnos en nosotros mismos, a Pentecostés.
La segunda imagen del envío del Espíritu Santo, que encontramos en el evangelio, es mucho más discreta. Pero precisamente así permite percibir toda la grandeza del acontecimiento de Pentecostés. El Señor resucitado, a través de las puertas cerradas, entra en el lugar donde se encontraban los discípulos y los saluda dos veces diciendo: «La paz con vosotros».
Al saludo de paz del Señor siguen dos gestos decisivos para Pentecostés; el Señor quiere que su misión continúe en los discípulos: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21). Después de lo cual, sopla sobre ellos y dice: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 23). El Señor sopla sobre sus discípulos, y así les da el Espíritu Santo, su Espíritu. El soplo de Jesús es el Espíritu Santo.
PARA LA VIDA
Nos cuenta una antigua leyenda hindú que en un tiempo todos los hombres que vivían sobre la tierra eran dioses, pero como el hombre pecó tanto, Brahma, el dios supremo, decidió castigarlo, privándolo del aliento divino que había en su interior y esconderlo en donde jamás pudiera encontrarlo y emplearlo nuevamente para el mal. - “Lo esconderemos en lo profundo de la tierra”, dijeron los otros dioses.- “No”, dijo Brama, “porque el hombre cavará profundamente en la tierra y lo encontrará. - “Entonces, lo sumergiremos en el fondo de los océanos”, dijeron otros. - “Tampoco”, dijo Brama, “porque el hombre aprenderá a sumergirse en el océano y también allí lo encontrará. - “Escondámoslo en la montaña más alta”, dijeron entonces. - “No”, dijo Brama, “porque un día el hombre subirá a todas las montañas de la tierra y capturará de nuevo su aliento divino. - “Entonces no sabemos dónde esconderlo ni tampoco sabemos de un lugar en donde el hombre no pueda encontrarlo”, dijeron los dioses menores. - Y dijo Brama: “Escandalo dentro del hombre mismo; jamás pensará en buscarlo allí”.
Y así lo hicieron. Oculto en el interior de cada ser humano hay Algo de divino. Y desde entonces el hombre ha recorrido la tierra, ha bajado a los océanos, ha subido a las montañas buscando esa cualidad que lo hace semejante a Dios y que todo el tiempo, sin muchas veces saberlo, ha llevado en su interior. En el Espíritu de Dios, toda la humanidad es una sola, todos somos constituidos hijos del mismo Padre. La Iglesia se hace católica, universal, abraza a todos, todos pueden entrar en ella.