4° Domingo del Tiempo Ordinario, La Presentación del Señor, 2 de Febrero de 2020, Ciclo A

San Lucas 2, 22-40

“Mis Ojos Han Visto la Salvación”

Homilía Padre Luis Guillermo Robayo M.

1.-La Presentación: aquí se nos presenta a Cristo, el Mediador que une a Dios y al hombre, superando las distancias, eliminando toda división y derribando todo muro de separación. Cristo viene como nuevo "Sumo Sacerdote compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere, y a expiar así los pecados del pueblo". Siendo todavía niño, comienza a avanzar por el camino de la obediencia, que recorrerá hasta las últimas consecuencias.
2.-La Entrada: Jesús entra en el templo. Sin embargo, su entrada es humilde y reconocida sólo por unos cuantos humildes. Aparentemente una contradicción con el mensaje tremendo que venía de los profetas: se anunciaba fuego y llegó calidez; se anunciaba juicio y llegó salvación; se anunciaba temor y llegó mansedumbre. La absoluta generosidad de Dios significa la absoluta verdad del encuentro con Él. 
3.-La Fe: esta fe sencilla que espera de Dios la salvación definitiva es la fe de la mayoría. Una fe poco cultivada, que se concreta casi siempre en oraciones torpes y distraídas, que se formula en expresiones poco ortodoxas, que se despierta sobre todo en momentos difíciles de apuro. Una fe que Dios no tiene ningún problema en entender y acoger.
4.- Los Pobres: por eso la exultación de aquel Simeón, que, además de pobre tenía esa otra pobreza que es la ancianidad, vecina de la muerte. A este hombre, doblemente pobre, Cristo Bebé le da una doble alegría: la de la salvación y la de un descanso en la paz y en la luz. Emocionante encuentro entre el amanecer y el ocaso, entre un bebé y un anciano, entre la vida que declina y sólo pide un cobijo de paz, y la vida que despunta y regala de su esplendor y su luz. ¡Qué bello es Cristo! ¡Qué hermosa es la Luz de este día, con razón iluminado por la liturgia de las candelas! 

REFLEXIÓN 

   En el Evangelio de hoy, San Lucas refiere que la Virgen lleva al Niño en sus brazos y lo entrega, para que sea luz de los que están en tinieblas y en sombras de muerte. Es un buen día para que nosotros, iluminados con su luz y sosteniendo en nuestras manos la luz que alumbra a todos, nos apresuramos a salir al encuentro de aquel que es la luz verdadera. 

   Cuando los padres se acercan al Templo con el niño, no salen a su encuentro los sumos sacerdotes ni los demás dirigentes religiosos. Dentro de unos años, ellos serán quienes lo entregarán para ser crucificado. Jesús no encuentra acogida en esa religión segura de sí misma y olvidada del sufrimiento de los pobres. Tampoco vienen a recibirlo los maestros de la Ley que predican sus “tradiciones humanas” en los atrios de aquel Templo.
  
   Años más tarde, rechazarán a Jesús por curar enfermos rompiendo la ley del sábado. Jesús no encuentra acogida en doctrinas y tradiciones religiosas que no ayudan a vivir una vida más digna y más sana. Quienes acogen a Jesús y lo reconocen como enviado de Dios son dos ancianos de fe sencilla y corazón abierto que han vivido su larga vida esperando la salvación de Dios. Sus nombres parecen sugerir que son personajes simbólicos. 

   El anciano se llama Simeón (“El Señor ha escuchado”), la anciana se llama Ana (“Regalo”). Ellos representan a tanta gente de fe sencilla que, en todos los pueblos de todos los tiempos, viven con su confianza puesta en Dios.

   Los dos pertenecen a los ambientes más sanos de Israel. Son conocidos como el “Grupo de los Pobres de Yahvé”. Son gentes que no tienen nada, solo su fe en Dios. No piensan en su fortuna ni en su bienestar. Solo esperan de Dios la “consolación” que necesita su pueblo, la “liberación” que llevan buscando generación tras generación, la “luz” que ilumine las tinieblas en que viven los pueblos de la tierra. Ahora sienten que sus esperanzas se cumplen en Jesús.

PARA LA VIDA
   Un día un pobre hombre que vivía en la miseria y mendigaba de puerta en puerta, observó un carro de oro que entraba en el pueblo llevando un rey sonriente y radiante. El pobre se dijo de inmediato: “Se ha acabado mi sufrimiento, se ha acabado mi vida de pobre. Este rey de rostro dorado ha venido aquí por mí. Me cubrirá de migajas de su riqueza y viviré tranquilo.” 

   En efecto, el rey, como si hubiese venido a ver al pobre hombre, hizo detener el carro a su lado. El mendigo, que se había postrado en el suelo, se levantó y miró al rey, convencido de que había llegado la hora de su suerte. Entonces el rey extendió su mano hacia el pobre hombre y dijo: -¿Qué tienes para darme? El pobre, muy desilusionado y sorprendido, no supo qué decir. “¿Es un juego lo que el rey me propone? ¿Se burla de mí? ¿Es un nuevo pesar?” -se dijo. 

   Entonces, al ver la persistente sonrisa del rey, su luminosa mirada y su mano tendida, el pobre metió su mano en la alforja, que contenía unos puñados de arroz. Cogió un grano de arroz y se lo dio al rey, que le dio las gracias y se fue enseguida, llevado por unos caballos sorprendentemente rápidos. Al final del día, al vaciar su alforja, el pobre encontró un grano de oro. Se puso a llorar diciendo: -¿Por qué no le habré dado todo mi arroz!