23° Domingo del Tiempo Ordinario, 9 de Septiembre de 2012


San Marcos 7, 31-37
      
 Ábrete" 
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  1. La Sordera: es urgente que los cristianos escuchemos también hoy esta llamada de Jesús. La primera sordera por curar es la del corazón. Se nos pide actuar con lucidez y responsabilidad. Sería funesto vivir hoy sordos a su llamada, desoír sus palabras de vida, no escuchar su Buena Noticia, no captar los signos de los tiempos, vivir encerrados en nuestra sordera. La fuerza sanadora de Jesús nos puede curar.
  2. El Aislamiento: es encerrarse en la ocupación de cada día sin más. Vivir sin interioridad. Caminar sin brújula. Sin reflexión ni apertura a la esperanza. Perder incluso la sed, el deseo de vivir con más hondura. 
  3. Escucha: son muchos los hombres y mujeres que se sienten incapaces de entablar un verdadero diálogo con su Creador. No saben escuchar a Dios y no saben hablarle. Se diría que son «sordomudos” ante El. Para encontrar a Dios no hay que recorrer largos caminos. Basta detenerse, cerrar los ojos, entrar en nuestro corazón y escuchar la vida que hay en nosotros mismos. Ahí, donde estamos ahora mismo, está Dios rodeándonos e impregnándonos con su vida.
  4. La Conversión: el egoísmo, la desconfianza y la insolidaridad son también hoy lo que más nos separa y aísla a unos de otros. Por ello la conversión al amor es camino indispensable para escapar de la soledad. El que se abre al amor al Padre y a los hermanos, no está solo. 

REFLEXIÓN
   Hoy se trata de un sordomudo al que Jesús le cura. El silencio y la soledad de aquel hombre se quebró de pronto. Por sus oídos abiertos ya, penetró el sonido armonioso de la vida. Su corazón, callado hasta entonces, pudo florecer hacia el exterior y comunicar su alegría y su gratitud. 
   ¡Effetá!, dijo Jesús, esto es, ábrete. Vayamos al sacerdote con toda humildad y confesemos nuestros pecados, acerquémonos limpios de toda culpa a la Sagrada Eucaristía y oiremos la voz del Maestro que, apiadado de nuestro mal, nos dice: ¡Effetá!, ábrete al amor de Dios. 

PARA LA VIDA
   Dicen que al profeta Elías le gustaba pasear por las calles del pueblo disfrazado. Quería observar a la gente en su salsa, de cerca. Un día se disfrazó de mendigo, ropas sucias y rotas. Fue a llamar a la puerta de una gran mansión. Se celebraba una gran fiesta. 
  Cuando lo vio el dueño sucio y andrajoso, lo despachó con un gran portazo. Elías se marchó. Volvió más tarde, ahora lujosamente vestido: traje, camisa de seda, sombrero, bastón con empuñadura de oro. Cuando llamó a la puerta fue recibido con todos los honores y sentado en la mesa de honor. 
  Todos le miraban con admiración. De repente Elías empezó a llenarse los bolsillos de comida y a derramar el vino por su ropa. La gente sorprendida le preguntó por qué se comportaba así. Elías contestó: cuando vine como rico me honraron y agasajaron, pero soy la misma persona. Sólo han cambiado mis vestidos. Ustedes no me recibieron a mí sino a mis vestidos y mis vestidos tenían que ser alimentados. 
   Los invitados bajaron la cabeza avergonzados y cuando la levantaron, Elías había desaparecido.