San Marcos 7, 31-37
“ Ábrete"
- La Sordera: es urgente que los cristianos escuchemos también hoy esta llamada de Jesús. La primera sordera por curar es la del corazón. Se nos pide actuar con lucidez y responsabilidad. Sería funesto vivir hoy sordos a su llamada, desoír sus palabras de vida, no escuchar su Buena Noticia, no captar los signos de los tiempos, vivir encerrados en nuestra sordera. La fuerza sanadora de Jesús nos puede curar.
- El Aislamiento: es encerrarse en la ocupación de cada día sin más. Vivir sin interioridad. Caminar sin brújula. Sin reflexión ni apertura a la esperanza. Perder incluso la sed, el deseo de vivir con más hondura.
- Escucha: son muchos los hombres y mujeres que se sienten incapaces de entablar un verdadero diálogo con su Creador. No saben escuchar a Dios y no saben hablarle. Se diría que son «sordomudos” ante El. Para encontrar a Dios no hay que recorrer largos caminos. Basta detenerse, cerrar los ojos, entrar en nuestro corazón y escuchar la vida que hay en nosotros mismos. Ahí, donde estamos ahora mismo, está Dios rodeándonos e impregnándonos con su vida.
- La Conversión: el egoísmo, la desconfianza y la insolidaridad son también hoy lo que más nos separa y aísla a unos de otros. Por ello la conversión al amor es camino indispensable para escapar de la soledad. El que se abre al amor al Padre y a los hermanos, no está solo.
REFLEXIÓN
Hoy se trata de un sordomudo al que Jesús le cura. El silencio y la soledad de aquel hombre se quebró de pronto. Por sus oídos abiertos ya, penetró el sonido armonioso de la vida. Su corazón, callado hasta entonces, pudo florecer hacia el exterior y comunicar su alegría y su gratitud.
¡Effetá!, dijo Jesús, esto es, ábrete. Vayamos al sacerdote con toda humildad y confesemos nuestros pecados, acerquémonos limpios de toda culpa a la Sagrada Eucaristía y oiremos la voz del Maestro que, apiadado de nuestro mal, nos dice: ¡Effetá!, ábrete al amor de Dios.
PARA LA VIDA
Dicen que al profeta Elías le gustaba pasear por las calles del pueblo disfrazado. Quería observar a la gente en su salsa, de cerca. Un día se disfrazó de mendigo, ropas sucias y rotas. Fue a llamar a la puerta de una gran mansión. Se celebraba una gran fiesta.
Cuando lo vio el dueño sucio y andrajoso, lo despachó con un gran portazo. Elías se marchó. Volvió más tarde, ahora lujosamente vestido: traje, camisa de seda, sombrero, bastón con empuñadura de oro. Cuando llamó a la puerta fue recibido con todos los honores y sentado en la mesa de honor.
Todos le miraban con admiración. De repente Elías empezó a llenarse los bolsillos de comida y a derramar el vino por su ropa. La gente sorprendida le preguntó por qué se comportaba así. Elías contestó: cuando vine como rico me honraron y agasajaron, pero soy la misma persona. Sólo han cambiado mis vestidos. Ustedes no me recibieron a mí sino a mis vestidos y mis vestidos tenían que ser alimentados.
Los invitados bajaron la cabeza avergonzados y cuando la levantaron, Elías había desaparecido.