San Lucas 15, 1 - 3 . 11-32
“Si el Afligido Invoca al Señor, Él lo Escucha y lo Salva de sus Angustias”
Homilía Padre Rector Luis Guillermo Robayo M.
- La Herencia: el patrimonio del padre es todo lo que le interesa al hijo, no los consejos, los valores, los afectos. A nosotros nos pasa igual, que desconfiamos de Dios para hacer nuestro antojo: comodidad, independencia, autonomía, prestigio, fama, riquezas, sensualidad, honores, poder, orgullo, etc. vivimos apegados a nuestras apetencias, fijos los ojos en esos otros bienes que tenemos o que deseamos, pero que ni son Dios ni a Dios conducen.
- El Alejamiento: el pecado es siempre un derroche y abuso de nuestra libertad y el derroche de nuestros valores más preciosos. El alejamiento del Padre lleva siempre consigo una gran destrucción en quien lo realiza, en quien quebranta su voluntad, y disipa en sí mismo su herencia: la dignidad de la propia persona humana, la herencia de la gracia.
- Arrepentimiento: es ponerse al desnudo frente a la propia conciencia. El hombre debe encontrar de nuevo dolorosamente lo que ha perdido, aquello de que se ha privado al cometer el pecado, al vivir en el pecado, para que madure en él ese paso decisivo: “Me levantaré e iré a mi Padre” (Lc 15,18). La certeza de la bondad y del amor que pertenecen a la esencia de la paternidad de Dios, deberá conseguir en él la victoria sobre la conciencia de la culpa y de la propia dignidad.
- El Perdón: por más pecados que hayamos cometido, Dios nos espera siempre y está dispuesto a acogernos y hacer fiesta con nosotros y por nosotros. Porque es un Padre que jamás se cansa de perdonar y no tiene en cuenta si, al final, el “balance” es negativo: Dios no sabe hacer otra cosa que amar.
REFLEXIÓN
Hoy, Domingo Laetare (“de Gozo y Alegría”), escuchamos nuevamente este fragmento entrañable del Evangelio según san Lucas, en el que Jesús justifica su práctica de perdonar los pecados y recuperar a los hombres para Dios. Efectivamente, el Padre de la parábola —que se conmueve viendo que vuelve aquel hijo perdido por el pecado— es un icono del Padre del Cielo reflejado en el rostro de Cristo: «Estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente» (Lc 15,20).
Jesús nos da a entender claramente que todo hombre, incluso el más pecador, es para Dios una realidad muy importante que no quiere perder de ninguna manera; y que Él siempre está dispuesto a concedernos con gozo inefable su perdón (hasta el punto de no ahorrar la vida de su Hijo). San Juan Pablo II decía en su encíclica Dives in misericordia que el amor de Dios, en una historia herida por el pecado, se ha convertido en misericordia, compasión. La Pasión de Jesús es la medida de esta misericordia.
Así entenderemos que la alegría más grande que damos a Dios es dejarnos perdonar presentando a su misericordia nuestra miseria, nuestro pecado. A las puertas de la Pascua acudimos de buen grado al sacramento de la penitencia, a la fuente de la divina misericordia: daremos a Dios una gran alegría, quedaremos llenos de paz y seremos más misericordiosos con los otros. ¡Nunca es tarde para levantarnos y volver al Padre que nos ama!
PARA LA VIDA
Durante años fui un neurótico. Era un ser angustiado, deprimido, egoísta. Y todo el mundo insistía en decirme que cambiara. Y no dejaban de recordarme lo neurótico que yo era. Y yo me ofendía, aunque estaba de acuerdo con ellos, y deseaba cambiar, pero no acababa de conseguirlo por mucho que lo intentara.
Lo peor era que mi mejor amigo tampoco dejaba de recordarme lo neurótico que yo estaba. Y también insistía en la necesidad de que yo cambiara. Y también con él estaba de acuerdo y no podía sentirme ofendido con él. De manera que me sentía impotente y como atrapado.
Pero un día me dijo: “No cambies. Sigue siendo tal como eres. En realidad, no importa que cambies o dejes de cambiar. Yo te quiero tal como eres y no puedo dejar de quererte”. Aquellas palabras sonaron en mis oídos como música: “No cambies. No cambies. No cambies. Te quiero”. Entonces me tranquilicé. Y me sentí vivo y mejor que nunca. Y, ¡oh maravilla!, cambié.
Sólo Dios es totalmente Bueno y Santo. Todos somos hijos pródigos. Todos somos hermanos e hijos de este Padre de la Misericordia. Imitemos el corazón de nuestro Dios, abriéndonos a su Amor infinito, reflejando en nuestra vida este perdón y esta misericordia a los que nos rodean, a los que nos ofenden, a los que se alejan, a los que no son como nosotros.