San Marcos 10, 46b - 52
- La Ceguera: no es difícil reconocernos en la figura de Bartimeo. Vivimos a veces como «ciegos», sin ojos para mirar la vida como la miraba Jesús. Todos tenemos nuestras cegueras, limitaciones (físicas, intelectuales, psicológicas, morales), o dependencias que nos desvían la mirada hacia el mal y nos marginan de un modo u otro del amor y del bien.
- Ver: el ciego Bartimeo demostró ser una persona decidida y arriesgada no sólo para pedir la vista, sino para usar correcta y santamente: mirar al Señor con todo su ser.
- La Fe: los que tenemos fe debemos reconocer sin complejos que llevamos una riqueza que no es nuestra y que hemos de compartir. Somos depositarios de una luz que quiere iluminar a todos. Por medio del testimonio de fe, que se expresa en el amor y en la atención a las necesidades ajenas, Jesús mismo quiere hacerse cercano también a esta forma de marginación y, dirigiéndose a cada uno, preguntarle con solicitud: « ¿Qué quieres que haga por ti?».
- El Camino: en el camino de nuestra vida Jesús se deja encontrar. Si sentimos que, de un modo u otro, Jesús ya nos ha tocado y curado, si estamos ya en camino, Bartimeo nos invita a examinar e imitar la calidad de nuestro seguimiento Puede ser que, como algunos apóstoles, estemos todavía ciegos para ciertos aspectos del mensaje evangélico. Ver al Señor, primero con los ojos del alma, de la fe.
REFLEXIÓN
En la recuperación de la vista de Bartimeo se explica la fuerza salvífica de la fe. La fe que lo ha “salvado” tiene siete características: es una fe que
(1) parte del reconocimiento radical de la necesidad de Jesús,(2) clama humildemente ayuda,(3) va creciendo progresivamente en la relación con Jesús,(4) supera los obstáculos,(5) impulsa al abandono absoluto en las manos de Jesús,(6) clarifica los propios motivos y(7) lleva a decisiones radicales y valientes (“arrojar la capa”, “dar un salto”, decidir “ver”) y que se convierte en seguimiento real (dejarse conducir por el Maestro).
PARA LA VIDA
Érase, una vez, dos monjes que fueron a la ciudad a solucionar unos asuntos del monasterio. Antes de separarse para hacer sus gestiones oraron para mantenerse limpios de corazón y cumplir con fidelidad sus tareas.
Uno de los monjes seducido por una mujer cayó en la tentación y pecó. Cuando al final del día se encontraron para volver al monasterio, el monje pecador sollozaba de tristeza.
Su compañero le preguntó la razón de su tristeza. Y éste le dijo: cuando estaba en la ciudad caí en la fornicación y ahora tengo que regresar al monasterio sucio y tengo que confesar mi pecado. El otro monje que se había mantenido puro, sintió compasión por su hermano y le dijo: no llores, yo también he caído en el mismo pecado. Levantémonos, vayamos, confesemos nuestro pecado y juntos hagamos penitencia.
Regresaron al monasterio y ambos se confesaron y aunque uno no había pecado hizo oración y penitencia con su hermano como si el pecado hubiera sido suyo. Y Dios perdonó al pecador por el amor de este monje a su hermano.
Así es Jesús. Él que no cometió pecado se hizo pecado con nosotros.