26° Domingo del Tiempo Ordinario, 29 de Septiembre 2013, Ciclo C

San Lucas  16, 19 - 31
 
      
El rico y el pobre Lázaro

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  1. El Hombre Rico: al rico, le podemos poner nuestro nombre, porque de algún modo nos representa a cada uno de nosotros. No importa que “seamos” o no “ricos” en dinero, sino en nuestra actitud ante los otros. Nosotros somos el ¨rico¨, cuando no ponemos lo que Dios coloca en nuestras manos, al servicio de los demás. Cuando no nos conmueve el sufrimiento de los otros. Las riquezas materiales las vemos como nuestro cielo terrenal y nos despreocuparnos de lo que les pasa a los demás.
  2. La Pobreza:  la pobreza debe expresar al mismo tiempo una consagración en favor del prójimo. La pobreza conduce a la solidaridad con los pobres, a una mayor solidaridad en el amor. Sólo quien es pobre puede ser de verdad amigo de los pobres, de los pequeños, de los marginados.
  3. La Hospitalidadgracias a ella, algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles» (13,2). Es más, Jesús afirmaba que se acogería a él mismo, porque «os aseguro que cuando lo hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis». Esto no lo hizo el rico con el pobre Lázaro.        
REFLEXIÓN 
   El problema que nos presenta el evangelio es, precisamente, el de comprender que la conversión requiere la escucha de la Palabra de Dios. Para convertirnos es absolutamente necesario que escuchemos con atención la Palabra de Dios. Es preciso que permitamos a la Palabra bajar a nuestro corazón. Ahora bien, para que podamos recibirla de manera fructuosa, es necesario abrirle nuestro corazón, a fin de permitirle penetrar hasta el fondo. 
   La conversión es siempre un problema de corazón, o sea, un problema de interioridad, de abandono fundamental de todo, con la intención de dejar que Dios disponga de toda nuestra vida. Podemos decir también que la conversión significa aflojar los dedos, aferrados a algo de una manera espasmódica, para caer por completo en las manos de Dios (Mt 6,25ss), o sea, para depender únicamente de él. 
   El verdadero pobre, cuando es tal, está totalmente suspendido del amor de Dios. Se muestra en todo libre y disponible a su amor. El rico, en cambio, se endurece cada vez más en este mundo. Justamente por eso no le resulta fácil comprender a los pobres, porque no capta el valor de la vida humana y, por consiguiente, tampoco el de la conversión.                
PARA LA VIDA
   Un hombre tenía una casa con grandes ventanas a través de cuyos cristales transparentes veía a los niños jugar en el jardín, al anciano sentado en un banco tomando el sol, a la joven madre empujando el cochecito de su hijo, a la pareja de novios tomados de la mano. 
   A través de los cristales transparentes participaba en la vida de los demás, se conmovía su corazón, se comunicaba con los hombres, y al fin llegaba a Dios. Pero un día comenzó a cambiar los cristales transparentes por espejos y al poco se vio aislado de todos y de todo. 
   Dejó de ver a los hombres y dejó de ver a Dios. Y ya no se vio más que a sí mismo reflejado en cientos de espejos. Siempre veía su rostro, cada vez más sombrío, más aislado, más triste. Encerrado en vida en una tumba de espejos. Separado por todos por un gran abismo que nadie puede pasar.