6° Domingo de Pascua, 1 de Mayo 2016, Ciclo C


San Juan 14, 23 - 29

 El que me ama guardará mi Palabra y mi Padre lo amará 

  1. El Amor:  quien no ama a Cristo, ni guarda sus palabras, tampoco ama al Padre, ni guardará la Palabra del Padre. El  amor a Jesús nos abre a un mundo insospechado de relaciones: nos abre al mundo dichoso de la eternidad de Dios. Hace, a su vez, que Dios nos abra sus entrañas, se nos acerque a nosotros. ¡Qué delirio! Y de su mano iremos descubriendo la insondable persona de Jesús, sus palabras. Y sentiremos, al fin, paz, La paz. Arrobadora, eterna y sublime. Y con ella, por fin, la felicidad.
  2. La Paz: esta paz del creyente no es fruto de un temperamento optimista. No es el resultado de un bienestar tranquilo. No hay que confundirlo con una vida sin problemas o conflictos. Lo sabemos todos: un cristiano experimenta la dureza de la vida con la misma crudeza y la misma fragilidad que cualquier otro ser humano. El secreto de esta paz está en otra parte: más allá de esa paz que uno experimenta cuando «las cosas le van bien». Pablo de Tarso dice que es una «paz en el Señor», que se vive estando enraizado en Jesús. Juan dice más: es la misma alegría de Jesús dentro de nosotros.
  3. El Espíritu Santo: además, aparece la promesa del Espíritu Santo, el Espíritu consolador, que nos enseñará todas las cosas y nos recordará todo lo que Jesús nos ha enseñado. Activemos el Espíritu Santo, pues lo tenemos desde nuestro bautismo y confirmación¡ Como cuando se descarga la batería del celular corremos a recargarla….Cuando nuestra alma esté agobiada, corramos a activar el Espíritu Santo, el fuego del amor divino y consuelo del alma cansada.
 
REFLEXIÓN 

   Conocedor de las más profundas aspiraciones y necesidades del corazón humano, el Señor Jesús nos invita a amar, no de cualquier manera, sino como Él nos ha amado. Pero este amor no puede sostenerse si no amamos a Aquel que nos ha amado primero: el mandamiento del mutuo amor sólo es posible vivirlo, en la medida en que amemos al Señor Jesús y nos dejemos amar por Él, y en la medida en que ese amor, Don de su Espíritu (ver Rom 5, 5), inunde nuestros corazones y transforme nuestras vidas. Sólo esa abundancia de amor en el propio corazón nos hará capaces de salir de nosotros mismos para amar también a los hermanos como Cristo mismo nos ha amado. 
   «Si buscamos de dónde le viene al hombre el poder amar a Dios, la única razón que encontramos es porque Dios lo amó primero. Se dio a sí mismo como objeto de nuestro amor y nos dio el poder amarlo, como lo más divino del ser humano. San Agustín dice que el Apóstol Pablo nos enseña de manera aún más clara cómo Dios nos ha dado el poder amarlo: El amor de Dios —dice— ha sido derramado en nuestros corazones. ¿Por quién ha sido derramado? ¿Por nosotros, quizá? No, ciertamente. ¿Por quién, pues? Por el Espíritu Santo que se nos ha dado».


PARA LA VIDA 

   Cuando yo era niño, llamó Dios a la puerta de mi corazón. En aquella temprana etapa vivía tan absorto en los juegos de la infancia que no presté atención a sus palabras lejanas. Años después volvió Dios a visitarme. Esta vez golpeó con la fuerza de sus nudillos la puerta de mi corazón. Aún recuerdo su voz, pero me asediaban los problemas de la juventud: mi primer amor, los estudios y el ejercicio de diversas cualidades destacables. 
   También en la madurez vino Dios, pero me resultaba imposible escuchar; no encontraba el momento oportuno para responder a su llamada. Poco antes de morir, estando sumido en las preocupaciones sobre la inminencia del más allá, abrí la rendija de mi puerta para buscar respuestas ante tanta incertidumbre. 
Me quedé estupefacto: un hombre de cabellos blancos como la nieve y ojos refulgentes permanecía sentado junto a mi endeble corazón. Me acerqué a él y le pregunté qué deseaba. Yo soy Dios”, me dijo. “Llevo aquí sentado durante toda tu vida para traerte un mensaje de felicidad”. Entonces, mis manos acogieron una misión maravillosa que pude disfrutar sólo unos momentos antes de morir.