San Lucas 20, 27 - 38
“ En Él Vivimos, Nos Movemos y Existimos "
- La Vida: es en medio de la vida donde los creyentes debemos descubrir a nuestro Dios como Alguien que la sostiene, la impulsa, y nos llama a vivir y a hacer vivir. Esta vida pequeña de cada uno de nosotros, llena de trabajos, sufrimientos, lágrimas y algunas pequeñas alegrías, se convertirá por fin en Vida, Amor, Felicidad. «Desde entonces, la actitud fundamental del cristianismo, por encima de todas las cosas, es la alegría, como orientación de todo su ser. Con esta actitud deberían recibirse todas las experiencias de la vida, incluso las del sufrimiento y la muerte».
- La Muerte: los hombres nos matamos unos a otros en las guerras, por el odio y en la lucha por nuestros propios intereses. Nos estamos acostumbrando a buscar una solución eficaz a nuestros problemas acudiendo rápidamente a la supresión del adversario. El creyente siente que, ya desde ahora y aquí mismo, se nos llama a la resurrección y la vida. Por eso, toma partido por la vida allí donde la vida es lesionada, ultrajada y destruida. El que cree en la resurrección ama la vida, la defiende, la hace crecer, lucha siempre para que sea más humana, hermosa, sana y feliz. «La resurrección se hace presente y se manifiesta allí donde se lucha y hasta se muere por evitar la muerte que está a nuestro alcance».
- La Resurrección: "Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por dos causas, una terrena y otra celestial, así nuestros cuerpos que participan en la Eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la resurrección". "Cristo resucitó de entre los muertos, el primero de todos". La certeza de nuestra resurrección radica en que Cristo ha resucitado. Si él murió para hacernos hijos de Dios y darnos vida nueva por su Espíritu, esta vida no puede ser perecedera, sino definitiva y eterna. Como creyentes debemos ser personas optimistas y plenas de alegre esperanza, amantes de la vida divina que, que palpita en los hermanos.
REFLEXIÓN
En este Domingo, la palabra de Dios, nos habla de la resurrección de todos los hijos de Dios. Cada uno de nosotros, estamos llamados a vivir para siempre. Los cristianos creemos en la resurrección de los muertos. Jesús ya abrió el camino y dio testimonio de esa resurrección. El Reino de Dios es el reino de la vida donde la persona perdura, en la gloria, para siempre. Esa es nuestra fe y por eso vivimos de manera que la esperanza en la eternidad empapa cada minuto de nuestra existencia.
No se habla hoy de eternidad. Todo es contingente, limitado, de “usar y desechar”. Vivimos un mundo de estímulos y respuestas inmediatas, donde todo se convierte en frágil y las palabras pierden su sentido más eterno. Hablar de algo “para siempre” es casi impensable. Lo eterno aburre, cansa y nos da pereza. Y sin embargo, será lo que nunca se acaba, lo que queda para siempre.
El problema que el ser humano tiene quizás no sea su muerte, sino su vida, el modo de afrontarla. La propia y la ajena. El reto está en vivir, en hacerlo cada día con esperanza e ilusión, desde la entrega y el amor, gozando de este regalo único que se nos ha dado. Compartiéndola con otros, cuidando vidas que también nos pertenecen, haciéndonos responsables, maduros, solidarios. En Jesús de Nazaret tenemos no sólo el modelo del hombre que experimentó la resurrección final, sino de aquel que hizo de su existencia una vida con seno y plenitud.
No seremos, de verdad, lo que debemos de ser hasta que no sepamos pasar por la muerte como el verdadero nacimiento. Si negamos la resurrección, negamos a nuestro Dios, al Dios de Jesús que es un Dios de vivos y que da la vida verdadera en la verdadera muerte. Somos su cuerpo sobre el mundo y tenemos que participar de su misma suerte. Afirma San Pablo: “Si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe y nuestra esperanza”
PARA LA VIDA
Eres como un hombre que está muriendo de una flecha envenenada. Su familia lo llevó al hospital pero el moribundo se negó a que le sacaran la flecha si no le contestaban antes a tres preguntas. El hombre que le disparó ¿era blanco o negro?, ¿era alto o bajo?, ¿era de una casta alta o era de una clase social baja? Muchos somos como ese monje.
Hacemos preguntas imposibles. Y muchos dejan la iglesia y la fe e incluso reniegan de Dios porque no reciben respuesta o no reciben la respuesta que esperaban. Los hombres de todos los tiempos, ante el silencio y el muro de la muerte, se han preguntado y seguimos preguntando: ¿hay algo después?