San Mateo 17, 1 - 9
“ Este es mi Hijo, el Amado, mi Predilecto, Escúchenlo”
Homilía Padre Rector Luis Guillermo Robayo M.
- La Transfiguración: es una manifestación de su identidad: Él, el Cristo, es el Hijo de Dios, y su misión es la de reconciliar a la humanidad entera por su muerte en Cruz; muerte que dará paso a la gloria por su Resurrección. Para todo aquél que quiera seguir al Señor, la Cruz será también para él el camino que conduce a la gloriosa transfiguración de su propia existencia.
- La Voz: Es el Padre quien presenta a su Hijo e invita a escucharlo, a creer en Él, a vivir como Él enseña: hasta entonces Dios había hablado a su pueblo por medio de Moisés y los Profetas, en su Hijo amado ha llegado la plenitud de la revelación: «Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo”.
- La Cruz: Cristo cargó su Cruz y por nosotros murió en ella. Nuestra vida, para que se asemeje plenamente a la del Señor Jesús, debe pasar por la experiencia de la cruz. Al seguir a Cristo no se nos promete: “¡todo va a ir bien!” Todo lo contrario, se nos advierte de pruebas y tribulaciones, y se nos dice: «Hijo, si te llegas a servir al Señor, prepara tu alma para la prueba». La vida cristiana no es fácil, no está exenta de pruebas a veces muy duras.
- La Palabra: Hoy la palabra de Dios nos urge para que descubramos el verdadero rostro divino: rostro de vida y solamente de vida. Subir a la montaña es el proceso simbólico de acercamiento a Dios. «Este es mi Hijo, en quien me complazco. Escuchadlo». La escucha establece la verdadera relación entre los seguidores y Jesús.
- El Encuentro: es siempre personal; es un viaje a la montaña para encontrar y encontrarnos. “Tú eres mi hijo amado”. El monte es un viaje de ida y vuelta, se sube para bajar. Nos alejamos de nuestras preocupaciones, intereses, dolores habituales, para encontrarnos con el espíritu de Jesús y bajar transfigurados, santos, reactivando lo mejor de nosotros. La montaña es un lugar seguro donde re-encontrar la presencia de Dios cuando la hemos descuidado, un lugar sanador del corazón y de la vida. Requiere un esfuerzo para subir para luego bajar mejorados.
REFLEXIÓN
La transfiguración de Jesús manifiesta su presencia, y expresa la total unidad con Dios. “Dios de Dios, Luz de Luz”, así lo proclamamos comunitariamente en el Credo. Y esto significa que la transfiguración de Jesús no sólo le sucede a él en la compañía de sus discípulos en el monte. También nos acontece a nosotros. La transfiguración de Jesús transfigura al tiempo pasado (de Moisés y Elías) en un tiempo presente: el de Jesús y sus discípulos, y el nuestro. Y como Dios es el Dios del futuro, la transfiguración es un acontecimiento simultáneamente futuro. Jesús es Dios y nos comparte, aquí, ahora y siempre, su comunión filial con Dios.
Es por eso que debemos tener en cuenta tres elementos importantes:
- Subir. «Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan y se los llevó a una montaña alta». Se trata de alzar la mirada, de contemplar más allá de las estrecheces de nuestros ojos. Se trata de hacer el esfuerzo de alejarnos un poco de lo urgente de nuestra vida para tener una perspectiva mayor de lo verdaderamente importante. Se trata de buscar el encuentro con Cristo para volver a la vida cambiado por Él.
- Escuchar. Es imperativo divino. Escuchar a Cristo. En las relaciones de amistad la escucha juega un papel central. En cierta medida, escuchar al otro me complica la existencia, me compromete con el otro, me hace formar parte del devenir del otro.
- Bajar. Para poder levantar a un hombre caído es necesario agacharse. No podemos estar siempre viviendo en abstracto nuestra vida cristiana. Ésta ha de encarnarse en medio de la humanidad. Ha de poner un resplandor de gloria recibida por la fe en Cristo Jesús como punto de luz y esperanza en medio de las tinieblas de nuestro mundo. Es pues, imperativo, dejarnos transfigurar (grabar su resplandor en nosotros) por otro paradigma relacional, atrevernos a revolucionar la consciencia, a construir otro tipo de práctica que emerja del corazón que palpita ante la voz que nos llama a cada uno de nosotros: hijos muy amados en “el Hijo muy amado”.
PARA LA VIDA
Eran dos hermanos que cultivaban juntos una finca muy fértil y se repartían a partes iguales la abundante cosecha. El uno era soltero y el otro casado. Al principio todo iba perfectamente. Pero llegó un momento en el que el hermano casado empezó a despertarse sobresaltado por las noches, pensando: “No es justo. Mi hermano no está casado y se lleva la mitad de la cosecha. Yo tengo mujer y cinco hijos, de modo que, cuando sea anciano, tendré todo cuanto necesite.
Sin embargo, ¿quién cuidará de mi pobre hermano cuando sea viejo? Necesita ahorrar para el futuro mucho más de lo que actualmente ahorra, porque su necesidad es mayor que la mía”. Entonces se levantaba de la cama, e iba en secreto a donde vivía su hermano y vaciaba en el granero de éste un saco de grano. También el hermano soltero comenzó a despertarse por las noches y a decirse a sí mismo: “Esto es una injusticia. Mi hermano tiene mujer y cinco hijos y se lleva la mitad de la cosecha.
Yo no tengo que mantener a nadie más que a mí mismo. ¿Es justo acaso que mi hermano, cuya necesidad es mayor que la mía, reciba lo mismo que yo? Entonces se levantaba de la cama y llevaba un saco de grano al granero de su hermano. Un día, se levantaron de la cama al mismo tiempo y tropezaron uno con otro, cada cual con un saco de grano a la espalda.
Muchos años más tarde, cuando ya habían muerto los dos, el hecho se fue conociendo por toda la comarca. Y cuando los ciudadanos decidieron levantar un templo, escogieron para ello el lugar en el que ambos hermanos se habían encontrado, porque no creían que hubiera en toda la ciudad un lugar más santo que aquél».