San Marcos 10, 46b-52
“Señor, que Pueda Ver”
Homilía Padre Rector Luis Guillermo Robayo M.
- La Ceguera: no es difícil reconocernos en la figura de Bartimeo. Vivimos a veces como «ciegos», sin ojos para mirar la vida como la miraba Jesús. Todos tenemos nuestras cegueras, limitaciones (físicas, intelectuales, psicológicas, morales), o dependencias que nos desvían la mirada hacia el mal y nos marginan de un modo u otro del amor y del bien.
- Ver: el ciego Bartimeo demostró ser una persona decidida y arriesgada no sólo para pedir la vista, sino para usar correcta y santamente: mirar al Señor con todo su ser.
- La Fe: los que tenemos fe debemos reconocer sin complejos que llevamos una riqueza que no es nuestra y que hemos de compartir. Somos depositarios de una luz que quiere iluminar a todos. Por medio del testimonio de fe, que se expresa en el amor y en la atención a las necesidades ajenas, Jesús mismo quiere hacerse cercano también a esta forma de marginación y, dirigiéndose a cada uno, preguntarle con solicitud: «¿Qué quieres que haga por ti?»
- El Camino: en el camino de nuestra vida Jesús se deja encontrar. Si sentimos que, de un modo u otro, Jesús ya nos ha tocado y curado, si estamos ya en camino, Bartimeo nos invita a examinar e imitar la calidad de nuestro seguimiento. Puede ser que, como algunos apóstoles, estemos todavía ciegos para ciertos aspectos del mensaje evangélico. Ver al Señor, primero con los ojos del alma, de la fe.
REFLEXIÓN
El episodio del ciego Bartimeo narrado por san Marcos refleja simbólicamente la situación de los innumerables ciegos de nuestro tiempo, sentados a la vera del camino de la vida sin saber de dónde vienen ni adónde van. Pero tal vez podamos notar una diferencia significativa: a aquel ciego del evangelio, al paso de Jesús, se le despertaron las ganas de ver; no sé si hoy podríamos decir lo mismo: que los ciegos modernos quieran realmente ver. Naturalmente nos estamos refiriendo, desde el principio, a la ceguera espiritual, ceguera tanto más difícil de curar cuanto menos consciente se es de ella.
Lo mismo que los ojos del cuerpo nos filtran la luz del sol o de las lámparas que nos permite movernos, relacionarnos, trabajar, así también los ojos del espíritu tienen que recibir la luz de la fe para no vivir en la confusión y en la desesperanza. La fe es la luz del alma. Una persona sin fe está a oscuras en lo más hondo de su ser. Vive espiritualmente en tinieblas, es decir, sin comprender el verdadero sentido de su vida, el porqué de su presencia en el mundo, el destino que le aguarda más allá de la muerte.
Jesús pregunta a Bartimeo: “¿qué quieres que haga por ti? (…). Maestro que pueda ver” (Mc 10, 46-52). Y comenzó a ver y le seguía por el camino. Todos los días hemos de pedirle al Señor que nos dé luces para seguirle, para que mantenga viva la fe, la esperanza y la caridad.
PARA LA VIDA
Érase, una vez, dos monjes que fueron a la ciudad a solucionar unos asuntos del monasterio. Antes de separarse para hacer sus gestiones oraron para mantenerse limpios de corazón y cumplir con fidelidad sus tareas. Uno de los monjes seducido por una mujer cayó en la tentación y pecó. Cuando al final del día se encontraron para volver al monasterio, el monje pecador sollozaba de tristeza. Su compañero le preguntó la razón de su tristeza. Y éste le dijo: cuando estaba en la ciudad caí en la fornicación y ahora tengo que regresar al monasterio sucio y tengo que confesar mi pecado.
El otro monje que se había mantenido puro, sintió compasión por su hermano y le dijo: no llores, yo también he caído en el mismo pecado. Levantémonos, vayamos, confesemos nuestro pecado y juntos hagamos penitencia. Regresaron al monasterio y ambos se confesaron y aunque uno no había pecado hizo oración y penitencia con su hermano como si el pecado hubiera sido suyo. Y Dios perdonó al pecador por el amor de este monje a su hermano.
Así es Jesús. Él que no cometió pecado se hizo pecado con nosotros. Él se sometió a la penitencia de la vida humana. Él, inocente, pagó con su muerte en cruz nuestra ceguera. Él, con su sangre derramada nos devuelve a todos la vista para que veamos a Dios. Bartimeo, el limosnero ciego y sentado a la orilla del camino es cada uno de nosotros.