San Juan 6, 41 - 51
1.- El Pan: Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. el pan de vida, como la fe en Cristo, producen el mismo efecto. Es evidente que no se trata aquí de un comer físicamente el cuerpo de Cristo, como tampoco se trata aquí de un simple creer racionalmente en Cristo. Comer el cuerpo de Cristo es comulgar con él, es identificarse místicamente con él, como también creer en Cristo es querer identificarme con él, es querer vivir en comunión con él. Cuando comemos físicamente el cuerpo sacramentado de Cristo en la eucaristía debemos comulgar mística y espiritualmente también con Cristo. Solo si comulgamos espiritualmente con Cristo cuando comemos físicamente el pan consagrado, habremos comido el pan vivo que nos hace vivir para siempre.
2.- Comulgar: es unirse a Jesucristo y comprometerse en su misión. Comulgar es recibir el cuerpo de Cristo "que se entrega por la vida del mundo"; por lo tanto, es incorporarse personalmente a Cristo y enrolarse en su misión salvadora y en su sacrificio. La eucaristía fue instituida "la noche antes de padecer" para que los discípulos quedaran comprometidos en la misma entrega que Jesucristo, que se iba a realizar definitivamente al día siguiente. El que comulga debe saber que siempre se halla en esta situación: "antes de padecer" y que recibe "el cuerpo que se entrega para la vida del mundo". Comulgar no es sólo comer, es creer, y esto significa comprometerse.
3.- La Fe En La Eucaristía: es un gran tesoro; pero hay que buscarlo con sumisión, conservarlo por medio de la piedad y defenderlo aun a costa de los mayores sacrificios. No tener fe en el santísimo Sacramento es la mayor de todas las desgracias. Ante todo, ¿es posible perder completamente la fe en la sagrada Eucaristía, después de haber creído en ella y haber comulgado alguna vez? Yo no lo creo. Un hijo puede llegar hasta despreciar a su padre e insultar a su madre; pero desconocerlo…imposible. De la misma manera un cristiano no puede negar que ha comulgado ni olvidar que ha sido feliz alguna vez cuando ha comulgado.
REFLEXIÓN
La liturgia del Domingo 19 del Tiempo ordinario nos da cuenta, una vez más de la preocupación de Dios por ofrecer a los hombres el “pan” de vida plena y definitiva. Por otro lado, invita a los hombres a prescindir del orgullo y de la autosuficiencia y a acoger, con reconocimiento y gratitud, los dones de Dios.
La primera lectura muestra cómo Dios se preocupa por ofrecer a sus hijos el alimento que da vida. En el “pan cocido sobre piedras calientes” y en el “cántaro de agua” con la que Dios repone las fuerzas del profeta Elías, se manifiesta el Dios de la bondad y del amor, lleno de solicitud para con sus hijos, que anima a sus profetas y les da la fuerza para dar testimonio, también en los momentos de dificultad y de desánimo.
La segunda lectura nos muestra las consecuencias de la adhesión a Jesús, el “pan” de vida. Cuando alguien acoge a Jesús como el “pan” que bajó del cielo, se convierte en un Hombre Nuevo, que renuncia a la vida vieja del egoísmo y del pecado y que pasa a vivir en la caridad, a ejemplo de Cristo.
El Evangelio presenta a Jesús como el “pan” vivo que ha bajado del cielo para dar la vida al mundo. Para que ese “pan” sacie definitivamente el hambre de vida que reside en el corazón de cada hombre o mujer, es preciso “creer”, esto es, adherirse a Jesús, acoger sus propuestas, aceptar su proyecto, seguirlo en el “sí” a Dios y en el amor a los hermanos.
Cristo, el Hijo de Dios vivo, encarnado en nuestra propia carne y sangre, para hacer a los hombres hijos de Dios, se nos ha convertido en Sacramento de Pan de vida al alcance de todos los hombres.
Quien quiere vivir sabe dónde está su vida y sabe de dónde le viene la vida. Que se acerque, y que crea, y que se incorpore a este Cuerpo, para que tenga participación de su vida» (Tratado sobre el Evangelio de San Juan 26,13).
PARA LA VIDA
Como era su costumbre, iba Dios dando un paseo por la tierra de los hombres. Y, como siempre, eran pocos los que le reconocían. Aquel día pasó por una muy humilde casa donde estaba llorando un niño. Dios se detuvo y llamó a la puerta. Una mujer con cara enfermiza salió afuera: -¿Qué es lo que quiere, señor?. –Vengo a ayudarte, contestó Dios. -¿Ayudarme a mí?.Nadie ha querido hacerlo hasta ahora. Sólo Dios podría ayudarme.
Mi niño llora porque tiene hambre. Sólo me queda un pedazo de pan en el armario. Después no tendremos nada para comer. Al escuchar esto, Dios empezó a sentirse mal. Unas lágrimas como las del niño recorrían sus mejillas y su rostro se volvió igual de enfermizo que el de la mujer. -¿Y nadie te ha querido ayudar, mujer?. –Nadie, señor. Todos me han dado la espalda. La mujer quedó impresionada por la reacción de aquella persona.
Por su aspecto parecía tan pobre como ella. Entonces fue al armario donde guardaba su último pedazo de pan, cortó un poco y se lo ofreció. Cuando Dios vio este gesto, se emocionó mucho y mirándola a los ojos le dijo: -No, no, gracias. Tú lo necesitas más que yo. Quédatelo y dáselo a tu hijo. Mañana te llegará mi ayuda. No dejes de hacer con nadie lo que hoy has hecho conmigo. Y dicho esto, se marchó. La mujer no entendió nada, pero se le quedó grabada aquella mirada.
Esa noche, ella y su hijo se comieron el último pedazo de pan que les quedaba. Al día siguiente, la mujer se llevó una gran sorpresa. El armario estaba lleno de pan, un pan que nunca se acababa. En aquella casa nunca más faltó el pan. Pronto comprendió la mujer quién era aquél que había llamado a su puerta. Y desde entonces, no dejó de hacer con nadie lo que había hecho por él: compartir su pan con el necesitado.