San Marcos 7, 31-37
1.-Los Enfermos: socorrer y curar a los cojos, ciegos, mudos, pobres, marginados, en la sociedad en la que viven. Pues bien, esto es lo que tenemos que hacer nosotros en nuestra sociedad, en la medida de nuestras posibilidades. Es evidente que no podremos salvar la vida de todos los enfermos, ni acabar con todos los pobres y marginados del mundo en el que nosotros vivimos. Pero todos nosotros tenemos alguna posibilidad de ayudar para que el orden y la situación de nuestro mundo sea un poco más justo y menos desigual. Ayuda social, o ayuda económica, o religiosa, Con nuestro dinero, con nuestra oración, con nuestra ayuda personal, cuando esto sea posible.
2.-Estar Sordos: no sólo existe la sordera física, que en gran medida aparta al hombre de la vida social. Existe un defecto de oído con respecto a Dios, y lo sufrimos especialmente en nuestro tiempo. Nosotros, simplemente, ya no logramos escucharlo; son demasiadas las frecuencias diversas que ocupan nuestros oídos. Lo que se dice de él nos parece pre-científico, ya no parece adecuado a nuestro tiempo. Con el defecto de oído, o incluso la sordera, con respecto a Dios, naturalmente perdemos también nuestra capacidad de hablar con él o a él. Sin embargo, de este modo nos falta una percepción decisiva. Nuestros sentidos interiores corren el peligro de atrofiarse. Al faltar esa percepción, queda limitado, de un modo drástico y peligroso, el radio de nuestra relación con la realidad en general. El horizonte de nuestra vida se reduce de modo preocupante.
3.-La Buena Noticia: exige empeño, atención, perseverancia. Y, porque no decirlo, son tantos los inconvenientes, los “inhibidores” que nos impiden escuchar con nitidez a Dios que, en el campo de la fe, hay mucho sordo. Sobre todo, y lo más grave, la sordera espiritual que nos hace caer en el olvido sistemático de Dios. Yo diría que estamos padeciendo la “gripe E”. La gripe espiritual. Donde nos dejamos contagiar por lo malo. Y damos por bueno lo que es pernicioso para nuestra salud espiritual.
REFLEXIÓN
La liturgia del Domingo 23 del Tiempo Ordinario nos habla de un Dios comprometido con la vida y la felicidad del hombre, continuamente empeñado en renovar, en transformar, en recrear a la persona, para hacerle alcanzar la vida plena del Hombre Nuevo.
En la primera lectura un profeta de la época del exilio en Babilonia asegura a los exiliados, hundidos en el dolor y la desesperanza, que Yahvé está preparado para venir al encuentro de su Pueblo, para liberarlo y para conducirlo a su tierra. En las imágenes de los ciegos que vuelven a contemplar la luz, de lo sordos que vuelven a oír, de los cojos que saltan como venados y de los mudos que cantan con alegría, el profeta presenta esa vida nueva, excesiva, abundante, transformadora, que Dios va a ofrecer a Judá.
La segunda lectura se dirige a aquellos que acogen la propuesta de Jesús y se comprometen a seguirle por el camino del amor, del compartir, de la donación. Les invita a no discriminar ni marginar a ningún hermano y a acoger con especial bondad a los pequeños y a los pobres.
En el Evangelio Jesús, cumpliendo el mandato que el Padre le confió, abre los oídos y suelta la lengua de un sordomudo. En el gesto de Jesús, se revela ese Dios que no se conforma cuando el hombre se cierra en el egoísmo y en la autosuficiencia, rechazando el amor, el compartir, la comunión. El encuentro con Cristo lleva al hombre a salir de su aislamiento y a establecer lazos familiares con Dios y con todos los hermanos, sin excepción.
Sí, Cristo abre al hombre al conocimiento de Dios y de sí mismo. Lo abre a la verdad, porque él es la verdad (cf. Jn 14, 6), tocándolo interiormente y curando así «desde dentro» todas sus facultades. El amor al prójimo, que es en primer lugar preocupación por la justicia, es el metro para medir la fe y el amor a Dios.
PARA LA VIDA
Un día apareció un hombre que tocaba la flauta de manera tan exquisita que encantaba a todo ser animado que escuchaba el dulce acento de sus melodías. A escucharlo acudían todo tipo de personas y animales, y se agolpaban en la plaza para escuchar el divino y sonoro, pero oculto mensaje de la música del flautista. Un día, un joven, que conocía a un anciano del pueblo que era sordo y que pedía limosna en las afueras del pueblo, quedó sorprendido de que día a día, aquel anciano acudiera a la plaza para ‘oír’ al flautista.
No aguantando la curiosidad, escribió unas preguntas al pordiosero: - ¿Qué vienes a hacer aquí si tú no puedes escuchar? ¿Qué te extasía tanto si tú no puedes apreciar lo que él toca? Aquel pordiosero, con dificultad en el hablar, contestó: - Mira el centro de la plaza, alza la vista, ¿qué ves? - Una cruz, respondió el joven. Y el pordiosero le contestó: - Es la cruz de Cristo que se alza sobre la cúpula de la vieja Iglesia.
Me extasía no escuchar nada y soñar que algún día, la música de la verdad crucificada, fascine y cautive a los hombres. Cuando se reúnen en la plaza, sueño que venzan su sordera espiritual y su ceguera, y que la música del mundo no los encante como serpientes y sean capaces de dejarse conquistar por la música del cielo. Sordo no es el que no percibe sonidos, sino el que no es capaz de percibir y soportar la música del amor y la verdad. Vosotros oís, los que oyen utilizan el tímpano; yo escucho, los que escuchamos utilizamos el corazón».
Es urgente que los cristianos escuchemos también hoy esta llamada de Jesús. No son momentos fáciles para su Iglesia. Se nos pide actuar con lucidez y responsabilidad. Sería funesto vivir hoy sordos a su llamada, desoír sus palabras de vida, no escuchar su Buena Noticia, no captar los signos de los tiempos, vivir encerrados en nuestra sordera. La fuerza sanadora de Jesús nos puede curar.