San Lucas 22,14-23,56
"La Entrada Triunfal de Jesús en Jerusalén”
Homilía Padre Luis Guillermo Robayo M.
1.- Jubilo: comencemos la Semana Santa con un nuevo ardor y dispongámonos a ponernos al servicio de Jesús. Tratemos de mantenernos con coherencia entre la fe y la vida. Que nuestro grito de júbilo de hoy, no se convierta en el “crucifíquenlo” del viernes. Que nuestro ramo, no se marchiten en las manos y se conviertan en ramas secas
2.- Silencio: «Si eres Hijo de Dios, bájate de la cruz». Jesús no responde a la provocación. Su respuesta es un silencio cargado de misterio. Comenzamos, con la celebración de este domingo, la semana grande del cristianismo; semana en la que vamos a celebrar la pasión, muerte y resurrección de Jesús.
3.- Entrega: ¡Cuántos sufrimientos físicos padeció Jesús por cada uno de nosotros para salvarnos, para pagar nuestro rescate! los sufrió sin quejarse en ningún momento. “No he opuesto resistencia. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla, mi frente fue adornada con una corona de espinas. No respondí a insultos y salivazos”.
4.- Triunfo: cada uno de nosotros estábamos allí, entre aquellos judíos o aquellos discípulos, porque Jesús ofrecía su vida también por cada uno de nosotros. Y es que, para cada uno de nosotros es el relato de cuando nuestro mejor amigo entregó y perdió la vida por todos, por mí, por ti. Nosotros, como los discípulos y los judíos, unas veces hemos aclamado a Cristo con entusiasmo como Rey y después lo hemos traicionado y abandonamos tantas veces, nos convertimos, por nuestra debilidad y por nuestro pecado en protagonistas de la Pasión de Jesús.
Llevándonos a mirarlo crucificado por amor y por nosotros, haciéndose solidario con todos los crucificados de la tierra de ayer y de hoy, abriendo el sepulcro de los miedos y de la muerte, para sacarnos a la luz de la resurrección, enviándonos como testigos de la vida, del amor, de la paz y la alegría.
REFLEXION
¡Qué impresionante testimonio el de Jesús de coherencia, de valentía, de entrega a la Voluntad del Padre! Y qué lejos estamos nosotros de esta coherencia muchas veces. Porque queremos un cristianismo adaptado, que no nos moleste demasiado, a nuestra cómoda manera, sin cruz, con triunfalismo, con parabienes. ¿Estamos dispuestos a seguir a Jesús hasta la cruz? ¿O nos queremos quedar sólo en el momento de las aclamaciones y el triunfo? Nos cuesta la cruz, a mí el primero.
Muchas veces la quiero cambiar, la quiero recortar, la quiero evitar. Pero la cruz es el camino para llegar a la Resurrección, para atravesar el paso a la felicidad verdadera. Sin cruz, sin entrega, sin coherencia, sin sacrificio generoso de amor, no hay verdadera vida, no hay renacer a una vida mejor, eso que llamamos la resurrección, y que empieza ya en esta vida. Porque la cruz no es un ejercicio de masoquismo, sino una muestra infinita de amor.
La cruz es el recuerdo permanente del amor misericordioso de nuestro Dios. La cruz es la ofrenda total, a la mejor ofrenda que Jesús puedo hacer. Semana Santa, es la gran oportunidad para morir con Cristo y resucitar con Cristo, para morir a nuestro egoísmo y resucitar al amor.
Vivir la semana Santa es acompañar a Jesús desde la entrada a Jerusalén hasta la resurrección.
Vivir la semana Santa es descubrir qué pecados hay en mi vida y buscar el perdón generoso de Dios en el Sacramento de la Reconciliación.
Vivir la Semana Santa es afirmar que Cristo está presente en la eucaristía y, en gracia, recibirlo en la comunión.
Vivir la Semana Santa es aceptar que Jesús está presente también en cada ser humano que convive y se cruza con nosotros. Es proponerse seguir junto a Jesús todos los días del año, practicando la oración, los sacramentos, la caridad.
PARA LA VIDA
En una Iglesia de las misiones de África, al hacer la colecta de dones para el ofertorio, dos encargados pasaban con una gran cesta de mimbres de las que se usan para recoger la ofrenda. En la última fila de las bancas de la iglesia estaba sentado un pequeñín que miraba con pena la cesta que pasaba de fila en fila. Todos depositaban algún producto de sus cosechas, o dinero. Le entristecía el pensar que no tenía nada para ofrecer al Señor. Los que llevaban la cesta ya estaban delante de él. No lo pensó más. Ante la sorpresa de todos, el pequeño se recostó en la cesta excusándose:
Lo único que tengo se lo entrego en ofrenda al Señor.