5° Domingo de Cuaresma, 17 de Marzo de 2013

San Juan  8, 1 - 11 
      

 Miseria y Misericordia


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  1. El Pecado: El Señor mira a la adúltera. Ella vale más que el pecado; encuentra en ella ese granito de bondad que hay en cada persona. Jesús condena el pecado y salva al pecador: “Tampoco yo te condeno; anda, en adelante, no peques más”. Triunfa la vida sobre la muerte.
  2. El Cambioen Dios no hay ni sombra de egoísmo, resentimiento o venganza. Dios está siempre pendiente sobre nosotros apoyándonos en ese esfuerzo moral que hacemos para construirnos como personas. Y aún en el pecado, siempre encontramos su «mano tendida» que quiere sacarnos del fracaso; de la muerte a la vida plena.
  3. El Perdónel perdón de Dios no anula la responsabilidad, sino que exige conversión. Jesús sabe que "Dios no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva". Jesús aborrece el pecado pero ama al pecador. Siendo “miseria”, se impone su misericordia.
  4. La Palabra: nos invita una vez más a la conversión sincera, esa que sólo se puede hacer desde el corazón, cambiando nuestras actitudes. Y si nos fijamos en las actitudes de Jesús, nos ayudará a mirar la vida y a las personas con una esperanza renovadora. Su palabra también hoy nos dice: “te perdono, no peques más”.
 
REFLEXIÓN
 
   El relato manifiesta toda la fuerza y la profundidad del perdón de Cristo, que no consiste en disimular el pecado, sino en perdonarlo y en dar la capacidad de emprender un camino nuevo exhortando al arrepentimiento: «Vete, y en adelante no peques más». 
   La grandeza del perdón de Cristo se manifiesta en el impulso para vencer el pecado y vivir en gracia. La mujer adúltera representa a cada uno de nosotros que, en lugar de ser fieles al amor de Cristo, le hemos fallado en multitud de ocasiones. 
   El pecado es, ante todo, ofensa a Dios, ruptura de la comunión con Él. Al mismo tiempo, atenta contra la comunión con la Iglesia. Por eso la conversión implica a la vez el perdón de Dios y la reconciliación con la Iglesia. 
   La conversión exige el reconocimiento del pecado. Como afirma san Pablo, “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”.

PARA LA VIDA
 
   Un sacerdote estaba harto de una beata que todos los días le venía a contarle revelaciones que Dios personalmente le hacía. Semana tras semana, la buena señora entraba en comunicación directa con el cielo y recibía mensaje tras mensaje.
   El sacerdote queriendo desenmascarar de una vez lo que de superchería había en tales comunicaciones, dijo a la mujer: “Mira, la próxima vez que veas a Dios dile que, para que yo me convenza de que es Él quien te habla, te diga cuáles son mis pecados, esos que yo sólo conozco”. 
   Con esto, pensó el sacerdote, la mujer se callará para siempre. Pero a los poco días regresó la beata. “¿Hablaste con Dios”. “Sí”. “¿Y te dijo mis pecados?”. “Me dijo que no me los podía decir porque los ha olvidado”. 
    Con lo que el sacerdote no supo si las apariciones aquellas eran verdaderas pero sí supo que la teología de aquella mujer era buena y profunda: porque la verdad es que Dios no sólo perdona los pecados de los hombres, sino que una vez confesados, los perdona por siempre.