3° Domingo de Adviento "de Gaudete", 17 Diciembre 2017, Ciclo B


San Juan 16-8.19-28

“Alegraos y Regocijaos en el Señor

    Homilía Padre Rector Luis Guillermo Robayo M.

  1. La Alegría: viene del olvido de sí, de hacernos como niños -que nada pueden- delante de Dios y abandonarnos en sus manos. Sabiendo que si nosotros no podemos nada Él lo puede todo. “La alegría es la virtud que denota que se viven las demás virtudes” (San Josemaría). Un santo triste es un triste santo, se suele decir en los libros de espiritualidad.
  2. La Luz: en medio de la oscuridad de nuestros tiempos necesitamos «testigos de la luz». El testigo de la luz no habla mucho, pero es una voz. Vive algo inconfundible. Comunica lo que a él le hace vivir. No dice cosas sobre Dios, pero contagia «algo». No enseña doctrina religiosa, pero invita a creer. En la Iglesia nadie es «la Luz», pero todos podemos irradiarla con nuestra vida. Nadie es «la Palabra de Dios», pero todos podemos ser una voz que invita y alienta a centrar el cristianismo en Jesucristo.
  3. El Testigo: se siente débil y limitado. Muchas veces comprueba que su fe no encuentra apoyo ni eco social. Incluso se ve rodeado de indiferencia o rechazo. El testigo de Dios no juzga a nadie. No ve a los demás como adversarios que hay que combatir o convencer. Dios sabe cómo encontrarse con cada uno de sus hijos e hijas. La vida está llena de pequeños testigos. Son creyentes sencillos, humildes, conocidos sólo en su entorno. Personas entrañablemente buenas. Viven desde la verdad y el amor. Ellos nos «allanan el camino» hacia Dios.
  4. La Esperanza: más enriquecedora es, sin duda, la de quien aguarda el encuentro con un ser querido. Esta espera produce diversos efectos en la persona. Crea en nosotros una tensión sana, nos prepara interiormente para acoger a quien nuestro corazón ama, dilata nuestra alma, excita nuestro deseo, ensancha nuestra existencia, sostiene nuestra alegría.
   Esta espera alcanza su mayor plenitud cuando no sólo esperamos a la persona querida, sino que sabemos que también nosotros somos esperados por ella. Esta es una de las mayores fuentes de alegría humana: esperar y ser esperados por alguien que nos quiere.

REFLEXIÓN 
   El Adviento, que en las primeras semanas anuncia el desenlace final de nuestra historia terrena, en las últimas nos va preparando para revivir la primera venida de Jesús. Él es el Mesías esperado, a quien Juan el Bautista precedió con su predicación incisiva. Dios envió al precursor de su Hijo para que preparara el camino, porque la novedad era tan insólita que necesitaba un preludio profético.
   Vivimos, sí, a la espera de la última venida del Señor, pero no podemos pretender que nuestra tarea se reduzca a dejar que el tiempo pase. Si la Iglesia repite, año tras año, esta espera ritual de la Navidad, es para recordarnos que, igual que los que escuchaban al Bautista, tenemos necesidad de prepararnos para un encuentro fecundo con Jesús.
   Ese encuentro de cada año tiene que parecerse al que tuvieron con él sus discípulos cuando lo fueron conociendo. Su descubrimiento del Maestro no fue instantáneo. La luz se fue haciendo en ellos poco a poco. Necesitaron tiempo, intimidad y superar dificultades y prejuicios -además de la iluminación del Espíritu- para reconocerlo como su Salvador, sentirse transformados y obrar en consecuencia.
   Jesús viene a nosotros cada año, no como vino en Belén ni como vendrá al final de este mundo, sino en una venida íntima y a la vez comunitaria, reconocible sólo en la fe y en el amor fraterno. La única capaz de colmarnos de gozo y de avivar nuestra esperanza.
   Participar en la celebración eucarística en este Tiempo de adviento significa acoger y reconocer al Señor que viene continuamente a nosotros, seguirle en el camino que conduce al Padre; para que en su venida gloriosa al final de los tiempos nos introduzca a todos en el reino, para «hacernos partícipes de la vida eterna» con los bienaventurados y santos del cielo. Viviendo de este modo, los cristianos desempeñamos un papel profético de protesta contra un mundo ador-mecido que corre el riesgo de perder su propia alma, y testimoniamos el gozo profundo y la fe cierta de la venida de un mundo.

PARA LA VIDA 
   Érase un rey que había establecido una hora para recibir a cualquiera de sus súbditos que quisieran exponerle sus problemas. Un día un mendigo se presentó en el palacio a una hora distinta de la fijada y pidió entrevistarse con el rey. Los guardias le insultaron y le dijeron que si no conocía la norma. El mendigo les contestó: Claro que la conozco, pero esa norma sólo atañe a los que quieren hablar con el rey de sus problemas, yo quiero hablar al rey de los problemas de su reino. El mendigo fue inmediatamente recibido. 
   Un día le preguntaron a un profesor: ¿cuál es el sentido de la vida? Y éste sacando del bolsillo un trozo de espejo dijo a sus alumnos. Cuando yo era pequeño me encontré un espejo roto y me quedé con este trozo y empecé a jugar con él. Era maravilloso, podía iluminar agujeros profundos y hendiduras oscuras. Podía reflejar la luz en esos lugares inaccesibles y esto se convirtió para mí en un juego fascinante.  
   Cuando ya me hice hombre comprendí que no era un juego de infancia sino un símbolo de lo que yo podía hacer con mi vida. Comprendí que yo no soy la luz ni la fuente de la luz. Pero supe que la luz existe y ésta sólo brillará en la oscuridad si yo la reflejo. Soy un trozo de espejo y aunque no poseo el espejo entero, con el trocito que tengo puedo reflejar luz en los corazones de los hombres y cambiar algunas cosas en sus vidas. Ese soy yo. Ese es el significado de mi vida.