San Marcos 3, 20 - 35
“Señor, Tú Eres Nuestro Auxilio, Sálvanos con tu Poder”
Homilía Padre Rector Luis Guillermo Robayo M.
- El Pecado: no cabe duda de que el principal efecto del pecado consiste en construir muros entre las personas, en separarnos no sólo de Dios, sino también los unos de los otros. Pecar es alejarse de la presencia de Dios, es vivir en la oscuridad y la tristeza. El hombre no puede esconderse de la presencia de Dios, aunque lo intenta siempre cuando peca.
- El Mal: no es solo una parte del comportamiento humano. Pero la negación de esa realidad personificada del mal es como negar al mismo Jesús de Nazaret, quien se refiere a dicha realidad muchas veces y sitúa al demonio como enemigo de Dios y de su creación.
- La Familia: lo somos cuando escuchamos y cumplimos la Palabra de Dios. Esto es lo único que Jesús pide, que le sigamos. La herencia celestial es única, y, por tanto, Cristo, que siendo único no quiso estar solo, quiso que fuéramos herederos del Padre y coherederos suyos.
- La Palabra: en cuanto Palabra divina, es la sustancia vital de nuestra alma; la alimenta, la apacienta y la gobierna; no hay nada que pueda hacer vivir el alma del hombre, como su Palabra hecha carne: Jesús de Nazaret. La Escritura acompañada de la oración realiza ese íntimo encuentro en el que, leyendo, se escucha a Dios que habla, y orando se le responde con confiada apertura de corazón”.
- La Comunidad: los que seguimos a Jesús como sus discípulos, pertenecemos a su familia y hemos entrado en la comunidad nueva del Reino. Esto nos hace decir con confianza la oración que él nos enseñó: "Padre nuestro". María es para nosotros una buena maestra, porque fue la mejor discípula en la escuela de Jesús y nos señala el camino de la vida cristiana: escuchar la Palabra, meditarla en el corazón y llevarla a la práctica en la vida.
REFLEXIÓN
La presencia misteriosa del «tentador» (satanás, el adversario), de «aquel que divide» (diábolos), en la historia de los hombres y de cada persona es, para el texto del Génesis, una experiencia real y constante: de nuestra historia forma parte un misterio de iniquidad; sin embargo, la lectura bíblica no concluye en el pesimismo trágico o en la desesperación, sino en una visión abierta a la esperanza: las palabras pronunciadas por Dios, que condenan el mal y dejan entrever que a este mal se le «herirá en la cabeza»
La segunda lectura recuerda desde el comienzo el centro de la fe y de la esperanza de los cristianos: «Sabiendo que el que ha resucitado a Jesús, el Señor, nos resucitará también a nosotros y nos dará un puesto junto a él en compañía de todos nosotros».
¿Cómo no pensar aquí en la certeza que el apóstol Juan pretende transmitir de manera vigorosa en su evangelio cuando, al describir el momento en el que el mal parece llevar las de ganar, es decir, en el momento de la muerte de Jesús, afirma que precisamente en ese momento «el que tiraniza a este mundo va a ser arrojado fuera»
El anuncio del Reino de Dios, que implica una conversión por parte del hombre, hace aflorar toda la dimensión interpersonal de la vida cristiana: hoy se usa con frecuencia la palabra reconciliación, y, en efecto, ésta es la realidad misteriosa que constituye la Iglesia.
Ahora bien, referirse a Jesús de Nazaret como «salvador», como alguien que revela el sentido último de la vida humana, implica que el hombre creyente encuentre en él la fuerza para salir de este misterio del mal. Muchos textos del Nuevo Testamento presentan a Jesús como alguien que ha sido invitado por Dios para reconciliar, para establecer la paz. Aceptar a Jesús en nuestra propia vida (eso es, en definitiva, lo que quiere decir creer) significa asimismo aceptar su acción reconciliadora: así se convierte Jesús no sólo en palabra reveladora del Padre, sino en Dios con nosotros, que une a los hombres entre ellos y con el Padre.
PARA LA VIDA
“Un anciano muy pobre se dedicaba a sembrar árboles de mango. Un día se encontró con un joven que le dijo: ¿Cómo es que a su edad se dedica a plantar mangos? ¡Tenga por seguro que no vivirá lo suficiente para consumir sus frutos! El anciano respondió apaciblemente: Toda mi vida he comido mangos de árboles plantados por otros.
¡Que los míos rindan frutos para quienes me sobrevivan! Continuando con su explicación el sembrador sentenció: Habitamos en un universo en el que todo y todos tienen algo que ofrecer: lo árboles dan, los ríos dan, la tierra, el sol, la luna y las estrellas dan. ¿De dónde, pues, esa ansiedad por tomar, recibir, amasar, juntar, acumular sin dar nada a cambio? Todos podemos dar algo, por pobres que seamos.
Podemos ofrecer pensamientos agradables, dulces palabras, sonrisas radiantes, conmovedoras canciones, una mano firme y tantas otras cosas que alivien a un corazón herido. Yo he decidido dar mangos, para que otros, que vengan después que yo, los disfruten. Y tú jovencito, preguntó el anciano, ¿has pensado en lo que quieres dar?”
A Jesús le preocupaba mucho que sus seguidores terminaran un día desalentados al ver que sus esfuerzos por un mundo más humano y dichoso no obtenían el éxito esperado. ¿Olvidarían el reino de Dios? ¿Mantendrían su confianza en el Padre? Lo más importante es que no olviden nunca cómo han de trabajar.